martes, 18 de octubre de 2011

Milagro no reconocido a san Cristóbal

Enrique Arias Valencia

La ciencia parte del supuesto, más o menos disfrazado, que plantea que todas nuestras experiencias pueden explicarse en términos científicos. Por su parte, la obligación moral nos exige que seamos veraces en nuestras declaraciones. De hecho, la ley lo exige. Estas dos últimas afirmaciones entran en contradicción con la primera. Por lo tanto, la ciencia nos exige la insinceridad.

Hace algunos ayeres, mi instinto aventurero me llevó al barrio de San Cristóbal, una de cuyas fronteras es, me parece, la Avenida Nuevo León, en Xochimilco. La capilla de San Cristóbal es diminuta, pero tiene el encanto de los edificios viejos. No recuerdo si pude entrar a ella o la encontré cerrada, pues mi intuición de explorador me condujo hacia la laguna de Xaltocan, al sur de dicho barrio. Traspuse un puentecillo que atraviesa el canalito, y me perdí en una calle ancha. Quería averiguar si por ahí se podía llegar al Bosque de Nativitas. Xochimilco es lugar de flores y aguas: el paisaje era paradisíaco. Sin embargo, poco a poco la calle se fue estrechando, y las viviendas se hacían cada vez más modestas y desvencijadas. Desapareció el asfalto, y el terreno se volvió tortuoso. La calle terminaba intempestivamente frente a un canal. Comencé a desandar el camino, cuando de pronto, fui sorprendido por una jauría.

Si bien soy capaz de reconocer la hermosa estampa de los perros, sé por experiencia propia que aquellos que gruñen al aproximarse a uno, sí muerden. Así, en medio de su iracunda belleza, los colmillos expuestos de los canes son señal de su carácter peligroso. Había yo entrado inoportunamente a su territorio, y algunos gruñían en las notas bajas y otros ladraban estruendosamente: entre todos me cercaron. Ante tan horrísono espectáculo, yo estaba muerto de miedo. Nadie se asomó de entre las destartaladas casas.

De pronto, fue el literal milagro. De entre la fronda apareció un perro diferente a la jauría. Su talante era de autoridad, y sereno y callado, atravesó la formación envolvente para situarse a mi lado. De blanco pelaje, tranquilo y algo ya viejo, el noble animal se sentó en los cuartos traseros y comenzó a mover la cabeza de un lado a otro. Sus congéneres lo miraron respetuosamente, y detuvieron su marcha hacia nosotros. Los ladridos se fueron apagando. Tan pronto sucedió esto, el perro blanco comenzó a caminar decididamente hacia el Norte. Yo lo seguí, acariciando de vez en cuando su níveo lomo. La retirada se efectuó en el más completo de los silencios. La jauría rompió la formación para dejarnos pasar. Algo tenía ese callado ambiente del sabor de lo sagrado. Una vez me hubo servido, tan discreto como llegó, mi salvador de cuatro patas desapareció.

Unos cientos de metros después, el barrio recuperaba la alegría de sus casas. Pregunté a un vecino si podía llegar al Bosque de Nativitas, y me indicó que siguiese la sinuosa Avenida del Puente. Éste comunicaba con Santa Cruz Acalpixca. Al Este se encuentra Nativitas. Finalmente, al atardecer alcancé el bosque. No recuerdo qué hice ahí ese día.

Volví al barrio de San Cristóbal, y después me dirigí al templo de San Bernardino de Siena, en el centro de Xochimilco. En las paredes de la enorme nave de San Bernardino, hace tiempo se descubrió una pintura de san Cristóbal. Quizá sea del siglo XVI. Aparece al modo occidental: un hombre muy musculoso, que bastón en mano, carga con trabajos a un bebé. El diminuto personaje es el niño Dios, y su peso se debe a que lleva consigo los pecados del mundo. En México hay muchas poblaciones que honran a este conspicuo personaje. El ejemplo más famoso es San Cristóbal de las Casas, Chiapas, cátedra del ya fallecido tatic Samuel Ruiz, en medio de los más pobres.

En el siglo XX la jerarquía católica desconoció a san Cristóbal, y lo retiró del santoral. Me he enterado por el blog de C. Oriental que entre los ortodoxos, a san Cristóbal se le pinta con cara de perro. Es una metonimia curiosa porque Cristóbal era extranjero, bárbaro, el hombre que habla como los perros: “barbar” es lo que expresan con sus gargantas los bárbaros. Sin embargo, ¿no es curioso que en las inmediaciones del barrio de San Cristóbal, en la tierra de nadie, y a merced de una amenazante jauría, un perro me salvase de un ataque inminente? ¿Se trata de un milagro? Indudablemente. Según los creyentes, los milagros deberían suspender las leyes de la naturaleza. ¿Se violó alguna ley de la naturaleza con la visita de aquel Cancerbero blanco? No, y sin embargo, su presencia fue extraordinaria. Carl Sagan solía decir que afirmaciones extraordinarias exigen pruebas extraordinarias. ¿Qué prueba puedo dar de mi afirmación? Ninguna, salvo mi testimonio. Según los abogados se necesitan dos testigos para probar algo. Soy mi propio testigo, y si nadie me cree, aún así tengo la satisfacción de que aquella mañana, en circunstancias milagrosas un perro me salvó el pellejo. Tal vez un etólogo sostenga que no hay tal milagro, y que lo único que sucedió fue que desperté la simpatía del macho alfa de la manada. Sin embargo, el milagro no solo consiste en que fuese salvado por un perro, sino en que ese preciso perro llegó en el momento oportuno, en medio de una atmósfera solemne. Es la belleza del acto y del actor, además del acontecimiento mismo: poesía en acción. Un perro blanco y silencioso. El blanco es a la pureza lo que el secreto es al milagro. El silencio es el lenguaje de Dios. Pero, ¿este milagro prueba que exista el Dios de los cristianos? No lo creo.


La definición estándar de Dios es que se trata de un ser infinitamente bueno y omnipotente. Y si es ambas cosas, ¿por qué no actúa siempre? No siempre me he salvado del mal, y he sufrido sus azotes. ¿Dónde está Dios cuando lo necesitamos? El Dios que yo he visto actuar a veces nos ayuda y también es capaz de abandonarnos. Al negar a san Cristóbal, ciencia y religión no agotan el milagro del mundo. ¿Qué Dios envió a un perro aquella misteriosa tarde en un barrio perdido del sur de Xochimilco?

La religión recurre al mito para expresar lo inexpresable. La filosofía también es capaz de reconocer que en el mundo hay algo inexpresable. La paradoja estética es la manera en que yo lo hago. En cierta forma, hay un aspecto de mi experiencia que, siendo subjetiva es inexpresable. Se trata de un ambiente que rebasa la cotidianidad, el vulgar paso del tiempo que registra el método científico, y que por un instante, es capaz de abrir las puertas de los Cielos aun a aquel que no cree en Dios.

sábado, 15 de octubre de 2011