miércoles, 1 de febrero de 2012

El pesimismo luminoso es un camino personal

Enrique Arias Valencia


Soy un pesimista ilustrado. Eso significa que no me encuentro a gusto en el mundo ordinario. El mundo ordinario es el mundo verdadero, sin maquillajes: el de los asesinatos, el de los secuestros, el del capitalismo salvaje y omnipotente. El mundo ordinario es el del hambre del todos los días. ¿Cómo soportarlo? Todavía no lo sé a ciencia cierta. Y a pesar de ello, o mejor dicho no a pesar de ello, yo sé cómo dirigirme a las aguas profundas que trascienden el mundo ordinario. Dichas aguas son el lenguaje universal de la música. La música, con su esplendor carácter metafísico, trasciende el mundo ordinario y nos devuelve la esperanza robada por los políticos, por los prelados, por los talabosques, por los agiotistas y demás secuestradores de la felicidad.

El año pasado pude disfrutar de 154 conciertos de lo más diversos. Desde un humilde y solitario clavecín en un diminuto templo católico hasta la colosal Sinfonía de los mil de Gustav Mahler en la Sala Nezahualcóyotl. Entre otros lugares visité el Palacio de Bellas Artes, el Alcázar de Chapultepec y el Centro Cultural Ollin Yoliztli.

La música es la lámpara mágica que ilumina todo lo que se encuentra cerca de ella. El genio de la música sale de la lámpara en forma de sonido: es invisible, pero casi omnipotente. Sí, la música no puede remediarlo todo: el maldito mundo ordinario sigue allá afuera; sólo es desplazado por un par de horas. Y sin embargo, mientras dura el hechizo de la música, pareciera que nuestra alma se encuentra celebrando sus saturnales en un reino perdido donde la voluntad de vivir habla directamente el lenguaje del corazón: lo entendemos sin palabras, son sonidos que van más allá del dolor y del placer. La música es la realización de la auténtica felicidad.

El domingo 15 de enero a las 17 horas Max Courrech y Eduardo Salceda me han acompañado a la Sala Manuel M. Ponce donde hemos tenido el placer de escuchar nuevamente a nuestros queridos amigos la pianista María Teresa Frenk y el flautista Rafael Urrusti en un espléndido recital que arrancó con la Sicilienne Op. 78 de Gabriel Fauré (1845-1924). Esta pieza tiene en mí el poder de equilibrar a Apolo y a Dioniso en un amable juego reflexivo. Así pues, mientras dura esta pieza me pregunto: ¿es la razón quien medita o es la meditación quien razona? No se trata de una meditación a lo oriental, en la que nos vaciamos de deseos; es más bien una meditación pánica en la que nuestros más amables deseos se hacen realidad: la paz, la verdad y el sutil erotismo impresionista. Ésa es la Sicilienne Op. 78.

Antes de interpretarla, Rafael Urrusti hace una simpática pintura de Joueurs de flûte Op. 27 de Albert Roussel (1869-1937). Cabe aclarar que cito de memoria su breve y amena conferencia, por lo que los aciertos son de Urrusti y los deslices son míos. Resulta que este compositor francés hizo una serie de retratos de flautistas famosos: Pan, Tityre, Krishna, y Mr. de la Péjaudie. La lista es encantadora ya por sus solos títulos; un deleite por su fabulosa música. Por cierto que Rafael nos aseguró que cuando Krishna se enteró del sueldo de flautista, exclamó: “Me conformo con ser sólo Dios”. Urrusti también nos habló de Pan y su infructuosa búsqueda del amor carnal, y de cómo ésta condujo a la tragedia de Siringa, de la cual nació la flauta de Pan. Como yo no sabía quién era Monsieur de la Péjaudie, quien compartió retrato con al menos dos dioses y una ninfa, bien pude agradecer a Urrusti cuando aclaró que dicho personaje era un gran flautista de la época.

Ahora bien: la Sonatina Op. 76 (1922) del compositor judío Darius Milhaud (1892-1974), Jeux-Sonatine de Jacques Ibert (1857-1944), y el Concertino Op. 107 de Cecile Chaminade (1857-1944) son tres partituras que, cada una a su manera, evoca aquello que durante el concierto se ha llamado impresionismo.

Y, ¿qué es el impresionismo? Espero no estar sobreinterpretando a Rafael Urrusti si les aseguro que tratándose de música, el impresionismo es en realidad el descubrimiento de un camino de interpretación personal del fenómeno sonoro. Sabemos que a Ravel y a Debussy les molestaba que les llamasen “impresionistas”. Y sin embargo, Debussy al resucitar el cantus firmus medieval, y al desafiar la armonía académica, nos conduciría inexorablemente al impresionismo de La cathédrale engloutie, sumergiéndonos así en el sentimiento océanico de identidad con lo divino que sólo la música puede hacernos realidad, destruyendo así las pretensiones de cualquier pesimista ilustrado. Y lo digo por experiencia propia.

Creo recodar que tras los últimos aplausos Max me aseguró en tono misterioso que, desde un punto de vista alquímico el recital fue dominado por el aire y el agua. No me dio mayor explicación del fenómeno.

Al final del concierto pudimos convivir brevemente con los artistas, y nos obsequiaron posar para una foto. De izquierda a derecha: Rafael Urrustri, Enrique Arias, Eduardo Salceda y María Teresa Frenk.

Por supuesto que los enlaces ejemplifican el concierto, pero no lo calcan tal cual.