viernes, 30 de mayo de 2008

Zen y realidad

Zen y realidad
Un acercamiento cuerdo y no sectario a la felicidad
Robert Powell
Editorial Yug
México, 160 págs.

Un clásico del esoterismo en manos de una pluma ágil y bien educada. Conoceremos las relaciones entre la espiritualidad y la vida cotidiana, así como algunas de las relaciones que hay entre el conspicuo Krishnamurti y el serenísimo Zen.
El autor nos invita a responder varias preguntas de vital importancia, como son: ¿Qué puedo conocer? ¿Qué podemos hacer? ¿Qué me está permitido esperar? Preguntas que por cierto se planteó Kant en un contexto muy distinto. En el que ahora nos ocupa, aprenderemos a vivir conforme al estado del Wu-Wei, que el autor traduce como “no intervenir” y que ha pasado a la imaginería popular como la “no acción”. Robert Powell nos advierte que Wu-Wei no equivale a no hacer nada, sino a vivir con plena conciencia. Por eso hay que tener la mente despierta y el ánimo dispuesto para practicar el Wu-Wei.
El autor nos alecciona sobre la búsqueda de la felicidad, las relaciones entre la ciencia y el Zen cómo podemos descubrir que si la ciencia estudia al budismo es porque también hay un budista que observa la ciencia; el papel del observador, pues.

Reseña elaborada por: Enrique Arias Valencia

lunes, 19 de mayo de 2008

AGAPEA TELEVISIVA

AGAPEA TELEVISIVA

Enrique Arias Valencia

O Fortuna
velut luna
statu variabilis,
semper crescis
aut decrescis;
vita detestabilis.

Canciones de Beuren

Mi madre no pierde de vista en la Pantalla chica una telenovela intitulada “Pobre rico... pobre” que versa, entre otros asuntos, sobre las peripecias de un hombre que habiendo gozado de los siempre envidiables beneficios de la también siempre esquiva diosa Fortuna, y que, caído en desgracia, se ve obligado a visitar furtivamente las fiestas para hurtar algo de las viandas que se sirven en las charolas, y así tener algo qué llevarse a la boca. El personaje (Andrés, para más señas) se debate entre lo patético y lo ridículo. La moraleja de la historia presentada es copla en una melodía de índole ardiente, y en consecuencia, tropical; que da comienzo a los créditos de la comedia:

Nadie sabe lo que tiene hasta el día que lo pierde.
Nadie sabe lo que tiene hasta el día que lo pierde.
¡Quién lo iba a decir, que hoy me iba a tocar;
lo que tuve ayer, hoy ya no estará!


Mientras tanto, yo me debato entre comprender y no comprender unos versos de la Madre Juana. Y hete aquí, coincidencia de coincidencias, concomitancia que te rima, que en los versos de la Madre Juana aparece también, el tema de los contrastes que nos engalanan el alma:

La salud aprecia el sano,
pero más, si estuvo enfermo;
y el que ve, estima la vista,
más no como el que estuvo ciego.


Una estrofa antes, la Madre Juana explicaba así una ausencia del Virrey a su amada Lisi, a quien revelaba que si somos privados de algo, luego entonces sabremos valorarlo mejor a su regreso:

quiere carecer de ti
para tu mayor aprecio,
porque carecer del bien
le da más merecimiento.


Y llegamos así a la dicotomía preferida por la exposición de aquello que, Octavio Paz, con certera voz, llamó “los privilegios de la vista”. El contraste entra la luz y las tinieblas es seguramente atávico, y siempre que el poeta invoca un atavismo, los mismos cielos se estremecen, dada la verdad de lo vertido:

Las cosas se ven mejor
por sus contrarios extremos,
y lo blanco luce más
si se pone junto al negro.


¿Y no hemos propuesto aquí una semejanza y no un contraste entre la cultura popular y la más alta poesía? ¿Cuál será nuestra sanción al emprender tan arriesgado y pánfilo afán? Sólo espero que sea, que si el buen gusto estuvo ausente en mi reflexión, que quien lea esto, en lo sucesivo lo disfrute más por su exceso, y no por su defecto. Por consiguiente, que la vida sea bella en lo bueno y buena en lo bello, por siempre.
Salud.

domingo, 18 de mayo de 2008

SUEÑO DE UN CASI CREYENTE

SUEÑO DE UN CASI CREYENTE EN UNA ABSOLUTA NOCHE SECULARISTA O PEQUEÑA DIABLURA CONTRAPUNTÍSTICA SOBRE UN TEMA DE JOSEF WINKLER

Enrique Arias Valencia

Para la población muerta y herida durante el reciente terremoto en China.

Me tocó nacer en México, un país cuyas leyes, hasta hace algunos años, hubiesen hecho las delicias de Richard Dawkins. Según este brillantísimo científico, el culto religioso siempre debe ser privado, y nunca público. Incluso, Dawkins alega que educar a un niño con base en valores cristianos, es un abuso, porque el infante aún no tiene la capacidad de elegir, voz que corean ya varios ateos, fasto de las llamas del más acendrado secularismo militante. Bien podemos replicarles: nadie puede dar lo que no tiene. Si yo no comparto los valores del secularismo, ¿cómo voy a inculcárselos a mi hijo? Y hete aquí que remembranzas de mi infancia de por medio, en el México secular, entre otras linduras, el culto público estaba prohibido. O algo así; el caso es que no podíamos oír misa en la calle: sólo dentro de los templos, que no eran privados, sino públicos, porque los edificios de los templos les pertenecen al Estado. O sea que sí hacíamos culto público, pero en el interior de los templos, que son edificios públicos. Era un enredo, pero así vivíamos.

Subo al metro. Extraigo un periódico y leo unas líneas dedicadas a un libro de Josef Winkler. El propio Winkler comenta: «Fui monaguillo durante seis o siete años en un pequeño pueblo católico de labriegos del sur de Austria, en la Carintia. La Iglesia me educó en el temor. Nos contaron que los ángeles llevaban un minucioso registro de cuanto hacíamos y pensábamos, de cuanto soñábamos y sentíamos. El día del Juicio Final se abriría ese libro en el cielo y seríamos condenados, según lo que estuviera apuntado, al fuego eterno del infierno». Parece que nuestro quejumbroso amigo no ha llevado una vida feliz. Por mi parte, considero que he llevado una vida, la mayor de las veces risueña. Sin embargo, si me preguntasen a qué se debe que yo lleve una vida dulce y feliz, creo que ésta sólo es cuestión de azar. Nada puede garantizarme la buena suerte del siguiente día, y mis experiencias son casi incompatibles con las experiencias de los demás. Aunque de vez en cuando me siento aventurado a querer comprobar que hay un mundo en el que compartimos nuestra subjetividad. Quizá Dios sólo sea una ilusión, pero su fantasía se patentiza de vez en cuando.

En Cementerio de las naranjas amargas Winkler escribió: «Había sido un día caluroso cuando viajé de Biel a Carintia. Me quedé unos pocos días en mi pueblo materno, entré por la puerta principal del panteón, salí por la puerta de atrás, miré alrededor, vi una pila de tierra amontonada, sobre la cual estaban colocados huesos y esquirlas de huesos». Es lo último que puedo leer en mi periódico, pues ahora el mundo se convulsiona frente a mis azorados ojos. Son las 7:19 del 19 de septiembre de 1985: como muchas otras veces el metro se atasca en la estación. Intempestivamente, y aunque Platón diga que “De la nada, nada”, de la nada comienza un violentísimo movimiento telúrico. Y como este bosquejo es un contrapunto, en consecuencia, confrontemos las rojizas y atormentadas líneas de Winkler con mi experiencia: durante el terremoto, a mí me tocó ver cómo se derrumbaba un edificio donde trabajaban cientos de humildes costureras. En una lluvia alucinante, los cuerpos humanos se mezclaron con los de los maniquíes. Por unos segundos, plegarias, alaridos y llantos. Al minuto siguiente, un silencio sepulcral. “¡Es el Juicio Final!” gritó una joven. ¿Dónde estaban los secularistas para desdecirla? Muertos de miedo, como todos nosotros.

Sacudida tras sacudida recordé que un amigo de la lejana infancia me había dicho: “Si un día puedes ver el Sol cuando tiembla la tierra, no dejes de hacerlo; claro, si el miedo te permite recordar mis palabras”. Y es así que tras el colapso del edificio de las costureras, polvo nuboso, esfera fugitiva entre los escombros, emergió una figura purpúrea y desquiciante: era la danza infernal del Sol. Convertido en una bola negra, había dejado de ser una estrella fija, y sin embargo, su movimiento era sólo la inaccesible y sombría intimidación del ángel de la muerte. Las palabras del Apocalipsis resonaron en mi interior: “Y seguí viendo. Cuando abrió el sexto sello, se produjo un violento terremoto; y el sol se puso negro como un paño de crin, y la luna toda como sangre”. Algo que me desconcertó sobremanera fue que los edificios se derrumbaban en silencio. O quizá su desplome era acallado por los gritos de pavor de quienes me rodeaban. Sólo había almas reunidas frente al más severo de los jueces, y no todas tendrían un nuevo día.

El Estado quedó literalmente paralizado. El primero que salió a la calle a ayudar fue el pueblo. ¿Dónde estaba el Gobierno secular? Nadie lo sabía: era gente de a pie, sacerdotes, periodistas, religiosas y hasta niños quienes actuaron primero. No había una cabeza dirigiendo los rescates, se actuó espontáneamente. Aturdido, salgo del metro. Una monja me extiende una botella de agua y me dice: “¡Que la santísima Virgen lo ayude!” Más adelante, un grupo de Boy Scouts rodea con los brazos extendidos, un edificio que según ellos, está a punto de derrumbarse. Pero la peor pesadilla de Richard Dawkins está por venir: calle por calle, ruina por ruina, los rezos y jaculatorias se escuchan por doquier. “¡Es el culto público!”; pienso, y no puedo dejar de sonreír.

“Cada quien habla de la feria según le va en ella”; por eso Josef Winkler afirma que fue víctima de la Iglesia: «Nos contaron todo esto y crecimos con esos miedos, pero también descubrimos que aquello no era verdad»; y añade Winkler: «Pudimos ver lo que había detrás y comprobamos que esos ángeles que parecían de oro estaban vacíos. Ni lengua, ni corazón, ni entrañas, ni pulmones. Pura fachada, un gran fraude». Es su opinión, fruto de su suerte y de la libertad de expresión. Libertad de expresión que en mi caso, estaba restringida por el Gobierno secular. Tras el terremoto, el panorama que tengo frente a mí, es diferente: son los edificios del Gobierno secular los que estaban sustentados por un gran fraude arquitectónico del siglo XX. La Secretaría de Marina está en ruinas, la Secretaría de Comunicaciones también, las Torres del Conjunto Pino Suárez que albergaba varias oficinas del Gobierno con más de 20 pisos, están hechas polvo. Son los signos del oprobio los que se han derrumbado. Y sin embargo, nadie lo ve así; porque en realidad, la tragedia nos ha alcanzado a todos. Son días de lluvia y de granizo, de solidaridad y llanto. Siete días después del terremoto, de las ruinas del Hospital Juárez son rescatados tres bebés con vida. Sobrevivieron sin leche materna ni comida, sin arrullos ni calor, tan sólo rodeados por una sombra fugitiva. “¡Es un milagro!”, “¡Esos niños son unos ángeles!” exclama el pueblo. “¡No es un milagro, y estos niños no son ángeles!”, responde el tío Dawkie, pero todos se ríen de su necedad. Vox populi, vox Dei: son los bebés del milagro del Hospital Juárez.

Es una lección sublime, inocencia irresponsable contemplar los últimos pisos de la torre de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, con sus antenas modernísimas consumidas por un silencioso y solemne incendio. Estamos incomunicados con el mundo externo, y sin embargo estamos en continuo diálogo con nuestro espíritu. No cabe duda de que el reino de los cielos es un estado del corazón. Ni un solo templo católico edificado en tiempos del Virreinato ha resentido con gravedad los efectos del terremoto. Altiva y sin grietas, la Catedral; en cambio, el edificio secular que mandó construir Plutarco Elías Calles está cuarteado de arriba a abajo. Acabo de recordar las disposiciones del Gobierno: “En México, los sacerdotes y religiosos no podrán portar el hábito en la vía pública”. Y de pronto, frente a mí, una escena alucinante: los semáforos muertos, y un sacerdote, sotana flameante, dirige el tránsito de una calle. Pero el Gobierno se ha derrumbado, literalmente, y no puede impedirle al altanero cura que aporte su granito de arena para reconstruir el país.

Ha terminado la Edad de Oro: reina la incertidumbre en torno mío, y sin embargo, la diosa Fortuna me permitirá continuar mi adolescencia no por una puerta estrecha, sino una grande: gracias a Dios –es un decir– mis padres y mi único hermano están vivos, y un extraño horizonte se abre ante todos los mexicanos. «Si alguien me dice que sabe escribir, desconfío», comenta Josef Winkler. Es por eso que yo desconfío de usted, Herr Winkler; percibimos un mundo muy diferente. Es cuestión de suerte; y tras sacudirme el polvo de los edificios que se derrumbaron frente a mí, me doy cuenta de que yo he corrido con ella. Y aunque yo no creo en nada, ni siquiera en el ateísmo, no puedo olvidar que fue la población civil, mayoritariamente católica, la que respondió primero aquel jueves 19 de septiembre de 1985. ¿Y dónde estaba el secularismo? Sepultado, como todos nosotros, aquella mañana en la que intempestivamente resonó, gloriosa y terrible la trompeta del Juicio Final.