miércoles, 4 de marzo de 2009

La Magia de Tlayacapan


Enrique Arias Valencia

Pretender saberlo todo, es una empresa de fracaso. Las vacaciones de diciembre pasado, exilio en abandono agridulce, un austero autobús, que no uno ateo, raudo me llevaba a la Ciudad de Cuautla. Sin embargo, poco antes de llegar a Oaxtepec, una extraña construcción del siglo XVI capturó mi atención. Lo que pude distinguir en un primer instante, juicio equivocado, reflexión estética acertada, fue casi un alcázar. Aljibes y almenas, roca parda, prado silencioso. Un rayo de Sol, regalo de la musa, acertó a seducir mi vista con su invitación a la aventura.
Tras estar un suspiro en Cuautla, regresé donde había sido deslumbrado por tan poco razonable fantasía. Lo que me recibió en el pueblo de Tlayacapan fue un templo católico, el de San Juan Bautista, siglo XVI, con su jardín de ensueños, do platiqué con un anciano que me ofrecía un librito en el que él da cuenta de los cerros que aquel poblado enmarcan, como se desbordan los sueños que de razón nada saben.
Espadaña de campanas, bronce mudo aquel día, tímpano que relinchó en el monte. Los primeros cerros en la nariz de la tierra, que eso significa Tlayacapan, me rindieron a escalarlos como se busca la iniciación en las alturas del Espíritu. Y ahí, en la postrer falda de la Ventanilla, Cancerbero transfigurado en corcel, me negó alcanzar la cima. Nada pude hacer, y volví mis pasos.
Diseminadas a lo largo y ancho del pueblo se encuentran varias capillas, doce o trece, que una se la ha llevado el tiempo, construidas y orientadas según las más estrictas normas mesoamericanas. El labrado y la ornamentación de cada una de estas capillas y ermitas es un desmentido de la Leyenda Negra, pues si hubiesen sido exterminados por la conquista hispana, ¿cómo podrían los indígenas dejar muestra de su arte escultórico, chalchihuites en muros, volutas y envolventes del lenguaje en los frontones?
La primera vez que visité Tlayacapan, fueron quizá cinco o seis templos a los que asistí, amén del mayor, que fue obra dirigida por agustinos, con discreto sello local. Pero las capillitas son hijas del espíritu de los naturales de estas tierras. Son, por lo tanto, arquetipos logrados de lo que Constantino Reyes Valerio llamó arte indocristiano: templos indígenas con fachada cristiana, poco europea, tequitqui y no tequitqui rebosante, sincretismo festivo.
Dispuestas en un enorme terreno en forma de parrilla, buscar las capillitas es un ejercicio del alma dispuesta a fantasear; no es un trabajo de la razón, siempre prisionera de lo que cree que es verdadero, cuando lo cierto es que la lógica es capaz de congelarlo todo, hasta la amistad.
En febrero pasado, huyendo del inmisericorde frío y nublado de la ciudad, supe que tenía una promesa de Sol en Tlayacapan. Por eso regresé. En mi arriesgada soledad, me atreví a subir al campanario de la Capilla de San Martín. La soberbia vista era premiada por los montes cercanos. “El Sol es Dios” dice Turner, y no hay que desestimar esa apreciación en Tlayacapan, cuyo cielo azul celeste aquí a nadie le cuesta.
Pasitos después, antes de entrar a una de las capillas más grandes, creyéndome el sacristán, una bella mujer me preguntó si podía pasar. Por supuesto que accedí, para así entablar conversación con ella. Por lo que platiqué con la joven y por lo que averigüé después, es escaso lo que se ha difundido en Internet sobre las trece misteriosas capillas de Tlayacapan. En las páginas más famosas que hay sobre el poblado, no se les menciona. Curiosamente, sí se les fotografía, pero en mi veloz paso por Google hoy en la mañana no encontré una foto memorable. La capilla donde conocí a mi efímera amiga ostentaba triángulo frontón, planta de cruz latina. Ella me hizo la observación de que le gustaba visitar iglesias de pueblo porque los edificios actuales parecen cajas de zapatos, y estuve de acuerdo. Algo se pierde en la vida del hombre cuando se deja de creer en Dios. Y fue así que visitamos el amplio atrio de la rosada Santa Ana, con sus pilastras deslucidas y sus arcos en los contrafuertes, para después pasar y al muro negro y románico de la ermita de San Nicolás.
¿Qué tanto de lo que se pinta en una pintura impresionista es la evocación de un vaporoso instante, más que la estricta reseña de un momento en concreto? Muy poco fue lo que pude anotar sobre los monumentos, pues no llevaba libreta alguna. Además, caminar es mi obsesión, no escribir. Exaltación, San Martín, la pequeñita, la bella, Cruz de Antiqua (sic en mi apunte, quizá Santa Cruz Tlazatchico [sic a su vez]), María Magdalena, la de los arcos, San Nicolás, Santiago, con una torre y chiquita, así quedaron sentenciadas en una hojita de papel, sin respetar muchas veces el nombre original de los templos y ermitas, como el aficionado que siempre soy.
En todas las capillas había unos letreros, creo que íntegros eran obra del arquitecto Agustín Moro, en el que se daba cuenta y razón de las edificaciones. “Espadaña peraltada, con tres arcos de campanario y sobre ellos, un cuarto arco”. Creo que el apunte anterior se refiere a la Capilla del Santo de la Exaltación, al sur de Tlayacapan. Imafronte, nártex y aperaltado eran caracteres de otra capilla. En todas me arrodillé, antes que a otra cosa, ante el arte.
Ya en compañía de la bella mujer, la conduje hasta la Capilla de San Martín, cuya orientación, según la leyenda que niega el arquitecto Agustín Moro, fue escogida ni más ni menos que por el Emperador Carlos Quinto. En mi inocencia, creo que si algunos ateos fuéramos capaces de disfrutar por entero la deliciosa filigrana, barroco popular en pleno de la portada del templo, seríamos capaces de creer en Dios. Hasta el águila bicéfala de los Austrias fue retratada por las manos de Tlayacapan. Venado y lobo, flor y canto. La cocoxóchitl está de gala en la argamasa.
Tras visitar una diminuta ermita y asombrarnos con las espadañas y almenas de otra, gentil, mi acompañante me ofreció un jugo y una bolsa de empanadas. No nos sentamos a comer, seguimos nuestro paseo. En una de las escenas más bonitas, con una cascada de buganvilias blancas en los muros, deambulamos bajo sendos arcos de los contrafuertes laterales de San Miguel, una capilla de fachada casi triangular. Sólo ella sabe que no miento cuando cuento que hasta un majestuoso pavo real nos sorprendió en el camino. Y fue alcanzar San Ignacio ¿o era Santiago? En fin, la iglesia de ochavada portada, a la cóncava, como es costumbre en Tlayacapan, con amplio atrio de verde pasto, estaba cerrada. Las sólidas columnas dóricas del arco atrial eran tres soberbias muestras de la gigantomaquia mexicana. A lo lejos, la algarabía de la fiesta del pueblo lucía la banda de bronces de Tlayacapan. En la carretera se despidió la mujer, pues pronto anochecería, y ella se hospedaba en Oaxtepec.
Nunca supe cuántas capillas visité exactamente. ¡Eran tantas y tan variadas! Tuve tiempo todavía de buscar tres más. El par penúltimo apareció fácilmente. Unas niñas en el campo jugaban a la seca y cálida tarde. Les pregunté si sabían de una capilla cercana, para más señas, “una casa con una cruz y un campanario”; y todas, salvo la más pequeña, que muy pensativa guardó silencio, me replicaron que por ahí nunca habían visto edificio semejante. Pero la más pequeñita, tres años y medio, casi una bebé, suspendiendo su reserva, de pronto me dijo con voz clarita y segura que tras un cercado estaba mi capilla. Con la rápida caída de la noche era ya difícil caminar, puente sobre la cañada, lucero vespertino; pero cuando llegamos las niñas, la bebé y yo hasta una cerca de alambre, entonces entendí que la infancia es la época de la vida en la que siempre se dice la verdad: con su dedo minúsculo la bebé señaló hacia el horizonte sombrío y tras el coto, la última capilla, inaccesible terreno, lejana y altiva lucía su pardo perfil al cielo del atardecer.

2 comentarios:

peregrinoscb dijo...

Excelente relato sobre ese viaje por las capillas, quizas hasta vaya a verlas cuando regrese a tu pais
un saludo

Enrique Arias Valencia dijo...

Hola, Peregrino. Gracias por valorar mi trabajo. Si puedo, seré yo quien te guíe ahí. Para mí sería un honor.
Saludos