sábado, 25 de septiembre de 2010

El Congazo de los Dioses

Enrique Arias Valencia

Plenilunio luminoso, la fiesta de mi graduación, tras el último sorbo de su copa de champagne, Friedrich Nietzsche hundió su vidriosa mirada en mi lánguida alma y me abrazó, para susurrar a mi cautivo oído: “Yo creería en un dios que supiese bailar”. Sus palabras excitaron sobremanera mi imaginación, y con la convicción que sólo las bebidas espirituosas pueden brindar, creí que podía complacer a mi amigo: “Eso es algo que puede arreglarse”, le aseguré, y tras pagar la cuenta, abandonamos Le troubadour, un lugar tan querido por mí y por muchos otros bohemios, algunos de célebre prosapia.

Tomé como montura a Mochocota, en tanto que il professore jineteó a Chamaco. Cabalgando entre la bruma del Down Town, no tardamos mucho en llegar a las calles de Izazaga e Isabel la Católica, en el Centro Histórico.

El secularismo ha triunfado, y lo que otrora fuese el Convento de San Jerónimo, en el que profesó sor Juana Inés de la Cruz, ahora es el Smyrna Dancing Club. El edificio, del siglo XVI, es el mismo, por lo que el patio central, do antes hacían sus devotos rondines las castas monjas, ahora sirve para que los bailarines nos dispongamos a realizar la danza entre Dios, el alma y el mundo. Al enterarnos de que entre los asistentes está un sacerdote católico, absurdamente embozado, Nietzsche y yo no podemos parar de reír. Sin embargo, mi alegría cesa cuando advierto que se trata del arzobispo Francisco de Aguiar y Seixas, pues es el hombre que celó tanto a sor Juana hasta hacerla abjurar de sus ideas de libertad y emancipación del pensamiento poético. Pero nada de esto le digo a il professore, quien está muy divertido al reparar en un hipócrita empurpurado entre los asistentes a tan animosa fiesta de medianoche. Nietzsche está tan contento que para celebrar esta velada, ha compuesto los siguientes versos:

Bailemos como trovadores
Entre santos y rameras
La danza entre Dios y el mundo.
Aparecerán en La Gaya ciencia. Nietzsche y yo nos burlamos de todo: de lo espantosa que es la vida y de lo ridícula que es la existencia. Le cuento el cuento del Bicentenario de mi país y él me cuenta el cuento del filósofo que estaba convencido del mundo-verdad. “¡Tan fácil que es el darse cuenta de que Dios ha muerto!”, me dice entre carcajadas. “¡Nomás hay que ver lo poco poética que es la vida de los poetas”, añado con muy poca originalidad de mi parte. Y entonces le deslizo la siguiente confidencia: “Cuando llegué a la adolescencia, mi padre me pidió que nunca visitase el Smyrna Dancing Club, asegurándome que lo que había en ese lugar me desconcertaría sobremanera. No le hice caso, y la noche de mi titulación entré, acompañado por un amigo. Es curioso, pero lo que vi le dio la razón a papá”. Mi interlocutor se sobresalta. “¿Pues, qué fue lo que te encontraste?”, inquirió Nietzsche acariciándose curioso el mostacho. “Al centro de la pista de baile, estaba mi padre”, concluí. Mientras tanto, endrinas más, endrinas menos, al fondo del escenario, intempestivamente, un par de mozalbetes toman la palabra, y recitan el villancico xvi de sor Juana Inés de la Cruz:

―¿Ah, Siñol Andlea?
―¿Ah, Siñol Tomé?
―¿Tenemo guitarra?
―Guitarra tenemo.
―¿Sabemo tocaya?
―Tocaya sabemo.
--¿Qué me contá?
―Lo que ve.
―Pue vamo turu a Belé,
y a lan Dioso que sa yoranda
le cantemo la salabanda.
―Paléceme ben.
―Y a mí tambén.
―Toca, plimo, pol tu fe.
―¡Así, así, que lo pe se me anda!
―¡Así, así, que me buye lo pe!
Es el suave esparcimiento de las luces, el cortés flirteo con las intransigentes mujeres, la delicia del perfume en la espalda con escote, la sobriedad de los fracs, al tacto casi de terciopelo, la lúdica tela de los cortinajes teñidos, la emoción de transitar por la alfombra roja, el colorido de las fichas, la tensión de encontrarnos con un peligroso gángster, el divino buqué del mejor vino de Atilio, el interminable juego de espejos de la sala, las asombrosas decepciones de los borrachos contertulios por un affaire fallido, los chismes que desatarán al día siguiente las bellísimas estrellas que visitan el lugar, los besos prometidos, la seducción interminable de la Luna brumosa que preside el balcón de mármol, el delicado murmullo del agua que brota de los surtidores del jardín, el estruendo glorioso de la fuente iluminada por neones desidiosos, el gesto de los flemáticos, el escarceo de los que se creen enamorados, los dolores de los sentimentales, la gala de las musas de una noche.

Al son de la Fanfarria de Alfredo Ibarra, dirigida por el propio compositor, llegan los chicos de la Orquesta Sinfónica Juvenil Carlos Chávez. Tras los vítores a la agrupación, el director lanza un entonado grito. Es la señal que todos esperábamos para hacer una fila, tomar la cintura de la persona de enfrente y comenzar a bailar la conga: tres pasitos y patada, tres pasitos y patada, y así hasta el infinito. Cuando le salieron las patitas al fauno, Nietzsche pudo ver por fin bailar a Dioniso, como se lo había yo prometido.

Como por encanto, aparece mi padre. Espléndidamente vestido de blanco, con un clavel en el ojal. Muchos años después, trataré de imitarlo con un deslucido saco y una rosa roja al frente. Pero en más de un sentido, sólo soy una sombra de papá. La semana pasada, aquí, en el Smyrna, él ha ganado por unanimidad un concurso de mambo. Yo sólo soy un desparpajo de arritmias en el baile.

Nuevamente, con garbo, mi padre domina el salón. ¡Aplausos! Y de pronto, es el caos: a empujones, mi enérgica abuela se abre paso entre los atónitos danzantes, y alcanza desafiante el centro de la pista de baile. Toma la mano de papá, y lo conduce manso fuera. No me sonroja la escena, pues mi abuelita ha aprovechado para lanzarle un coscorrón y un jalón de orejas al mustio arzobispo Aguiar y Seixas, y arrebatándole el micrófono al rumbero, le grita al prelado:

“¡Por la conducta desvergonzada de hombres como usted mi nieto es un ateo redomado!”

CARCAJADAS Y TELÓN

Basado en las impresiones de la muy dionisiaca audición de la Conga del Fuego Nuevo de Arturo Márquez, ejecutada por mis amigos de la Orquesta Sinfónica Juvenil Carlos Chávez, bajo la batuta de Alfredo Ibarra durante el 2° Concierto de la Segunda Temporada 2010, del Sábado 25 de septiembre en el Auditorio Blas Galindo del Centro Nacional de las Artes, cito a las 13:30 hrs., en la Ciudad de México.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Preludio al designio manifiesto

Enrique Arias Valencia


Adoptó una postura imperativa, alzó los brazos sobre el mundo y dijo solemnemente:

- ¡Detente, Tierra! ¡Deja de girar!

No llegó a terminar la frase, cuando él y su amigo volaban ya en el espacio a una velocidad de varias docenas de millas por minuto.

H. G. Wells,
The Man Who Could Work Miracles"

¿Qué tanto puedo aprender de un libro que aún no he leído? Gracias a las conversaciones con mis amigos, mucho es lo que puedo hacer. Resulta que Atilio sostuvo en Razón atea:

Hablando de la ciencia y las creencias. Hawking hace bastantes chistes durante el libro.

Uno de los que más me hizo reír fue cuando recuerda que Josué pidió a dios que detuviese al sol para poder así ganar la batalla y exterminar a sus enemigos cuyo nombre no recuerdo ahora.

Hawking recuerda que ahora sabemos que la tierra rota y por ello el sol parece moverse en el cielo. Entonces dios detuvo la rotación de la tierra para ayudar a sus paisanos y Hawking menciona que todo lo que no estaba atado a algo firme se habrá ido volando pues la tierra rota a 1674 kilómetros por hora”.

Esto me llevó a intentar probar la equivalencia entre la velocidad lineal de un objeto situado en cualquier punto de la Tierra y la inercia resultante de dicho objeto en caso de que el planeta se detuviese intempestivamente. Afortunadamente, en casa de mi madre estaban mi amigo el ingeniero David Canales Páez y mi hermano Alejandro, con quienes discutí este asunto.

Sea 1674 km / h la velocidad de rotación de la Tierra. (Cfr. Hawking & Leonard Mlodinow, The Grand Design 2010).

Sea v “velocidad”

Sea R “Radio de giro”

Sea v “velocidad angular”

La relación entre la velocidad lineal y la angular es v = v * R y como en este caso el radio de giro es el de la tierra, R = 6378 km = 6,378 * 10 6 m

Al efectuar sustitución en la expresión correspondiente deducimos que v = v *R = 7,29 * 10 -5 rad / s * 6,378 * 10 6 m →

v = 465,09 m / s =1674 km / h

Luego, la velocidad lineal de un objeto situado en el Ecuador y la inercia resultante si la Tierra se detuviese, son cantidades equivalentes a la velocidad de rotación de la Tierra: 1674 km / h

Esto es porque la tendencia del objeto que se encontrase libre sobre la superficie de la Tierra sería a seguir moviéndose, al detenerse la Tierra, y el objeto que se detiene le transmitiría toda su velocidad angular a los objetos que se encontrasen en la superficie de la Tierra (ley de la conservación de la energía):

D U = Q - W

Por lo tanto, lo mejor sería que cuando a don Josué se le ocurriese detener el mundo, tal decisión nos pillase en alguno de los Polos de rotación, pues ahí la velocidad angular es cero, y por lo tanto, la inercia también es cero ahí.

En tanto que el peor lugar sería la velocidad lineal de un objeto situado en el Ecuador, pues ahí la inercia sería igual a la velocidad de rotación de la Tierra: 1674 km / h

Hay un cuento de H. G. Wells en el que un tipo llamado Fotheringay consigue detener la rotación terrestre, y la catástrofe resultante sería muy parecida a la que Hawking y Leonard Mlodinow le atribuyen al dios de Josué, física de por medio:

Al parar la Tierra de improviso, Fotheringay no pensó en la inercia, que fue precisamente la que al cesar la rotación del planeta lanzó fuera de su superficie todo cuanto sobre ella había. Por eso las casas, la gente, los árboles, los animales y todo aquello que no estaba unido de forma inquebrantable con la masa fundamental de la esfera terrestre, salió volando tangencialmente a su superficie con la velocidad de un proyectil. Después todo volvió a caer sobre la Tierra haciéndose mil pedazos”.

¡Sencillamente asombroso! Tengo que advertiros que yo soy el peor de los matemáticos, y quizá por ahí se me escapó alguna consideración, pero de todas formas, la tentación de hacer este ensayo era enorme, tras la cita del chiste que Atilio leyó en The Grand Design.

***

domingo, 19 de septiembre de 2010

Yo soy una iguanita enhuevada

Enrique Arias Valencia

Recién una generación allende la mía, la numerosa familia de mi abuela, mi padre y sus hermanos todos vivían en una de las riberas del río Grijalva. Niño inquieto como era, mi tío Lorenzo se arrojaba a nadar en la anchurosa corriente, y ahí, en medio de la gloriosa y blanca espuma, descubrió una increíble diversión. Lorenzo había advertido que los lagartos no eran muy hábiles para dar la vuelta en redondo, y el niño aprovechaba esa circunstancia para ganarles a los reptiles un palmo de nado. Fue así que a mi temerario tío le gustaba azuzar lagartos.

Cocodrilos, caimanes, lagartos varios, todos ellos fueron vencidos porque la cola de estos animales les impedía girar con rapidez en un río tan ancho, que barcos de cierto calado atracaban en Villahermosa para cargar y descargar sus mercancías. Hoy la presa de Malpaso ha hecho descender el nivel del río, y aquella ribera ya no es visitada por lagartos.

La selva está grabada en mi alma gracias a los sones populares que mi padre cantaba cuando yo era niño. Uno de ellos decía así:

¡Ay, ay, ay, ay, ay, ay!
Qué iguana tan fea
Que se sube a un palo
Y se zarandea
Pone su huevito
Y después se apea.


En lo personal, yo veía a las iguanas desafiantemente atractivas. Su reluciente colorido, sus escamas filigranas, su apariencia de pacientes, circunstancia esta última que comparten con otros reptiles, en especial las tortugas, eran el emblema de una época que no me tocó vivir, pero que frecuentemente era evocada por mi padre y su nostalgia por Tabasco.

Una tía materna me había prestado un libro. Gracias a mi tía Graciela en aquella obra tuve un primer contacto con la historia natural. Por eso, la naturaleza pródiga, cuando aún siendo niño y gentilezas de sus fósiles, conocí a los dinosaurios, fue para ellos amor a primera vista. En ellos se simbolizaba cierta pasión reptil, iguanita que crece y se hace gigante como el iguanodonte, o que se hace brava como el tiranosaurio. O que se hace toro como el triceratops, o que se hace trueno como el brontosaurio.

Alguna vez, en cama por los bronquios, mi madre y mi hermano me regalaron un colorado diplodoco de felpa. Fueron los tiempos de parasaurolofos de plastilina y de estegosaurios de hule. De las colecciones de animales prehistóricos de plástico. Una tarde de feria del libro mi padre me regaló mi primer manual de dinosaurios.

Un día mis padres llegaron con una tortuga mojina de mediano tamaño. Estuvo poco tiempo con nosotros, en una bandeja anaranjada. La regalamos, y alguna vez supe que en el jardín donde vivía se había hecho enorme.

Ya antes mis padres me habían regalado una tortuga japonesa. La llamé Pefita, y en cierta forma convivió con una jaiba a quien puse por nombre Bravo el Chamaco. Nunca osé tenerlos en el mismo lugar, pero ambos animales eran una promesa de un futuro feliz que nunca cristalizaría por completo. Algo en mí nunca maduró bien.

Todavía en la secundaria los lagartos terribles excitaban mi imaginación, y sabe bien mi muy querido amigo David Canales que en la Edad de Oro los dinosaurios aún brillaron con gran fuerza. Sin embargo, tras mi larga adolescencia, el amor por los reptiles fósiles se apagó sin dolores. Cuando llegó a mi ciudad la primera exposición de dinosaurios robot ya mi pasión se había extinguido, pero de todas formas fue un gusto sincero verlos por primera vez animados frente a mí.



Y los dinosaurios tomaron alas. Aunque les perdí la pista durante mucho tiempo, me conmovió saber que las nuevas investigaciones apuntaban a que hubo dinosaurios de sangre caliente y emplumados. Por eso, a pesar de que me despedí de ellos tras mi exagerada niñez, los dinosaurios me han regalado todavía algunas sorpresas de vez en cuando. A ellos pertenece un poco de estos versos, cuyo origen señalaré en breve:
Aléjate, la brisa que sopla en la ribera,
Llevarte entre sus alas, quisiera desde aquí;

En diciembre de 2008, en Ciudad Nezahualcóyotl, en el así llamado Palacio de sor Juana, se montó una exposición de dinosaurios robot. La entrada era gratuita. Un amable chico nos habló de la evolución de las especies. Al terminar de recorrer la exhibición, llamé a Lísida para invitarla; pero su tiempo para conmigo ya daba indicios de haber llegado a su final, y ya no asistió a la convidada.

Dice la poesía paleontológica que los dinosaurios se extinguieron cuando las plantas dieron su primera flor. Entonces aparecieron los insectos polinizadores: las laboriosas abejas y las níveas mariposas. Hay quienes afirman que gracias a las luces que nos da la ciencia podemos extinguir los monstruosos anacronismos de la religión.

En lo que a mí respecta, conocer la teoría de la evolución no me hizo ateo. Fue el saber que los perfiles, las esencias y las formas mueren y se van de nosotros a veces sin siquiera despedirse. Hay una canción tabasqueña, del poeta José Claro García, con música de Cecilio Cupido, que se refiere a esto, y habla de unas flores llamadas mariposas. “Los átomos del alma que sufre y desespera”… A ellas, a las hijas “del férvido Aquilón” sí podemos decirles adiós, pues son el símbolo de las alas libres que se van para siempre, dejándonos un hueco que nada ni nadie, ni Dios mismo, podrá llenar:

Adiós mis perfumadas y blancas mariposas,
Adiós mis ilusiones, mi amor, mi porvenir
Les mando mis suspiros, que en alas vaporosas,
Irán a susurrarles lo que me ven sufrir.

martes, 7 de septiembre de 2010

Crítica del designio manifiesto

Enrique Arias Valencia

Para Fernando G. Toledo, en lo que le soy deudor al materialismo filosófico en el presente trabajo. Los tropezones, seguro son míos.




¿Qué es la ciencia? Sea Universo a mundo y éste a Cosmos. La ciencia es un modelo del Universo. Es, por tanto, una descripción del mundo. Al ser un modelo, éste debe someterse siempre a revisión. La ciencia es en consecuencia, una explicación provisional del Cosmos, y como tal, no puede presentarse como una obra definitiva. Uno de los máximos logros de la ciencia es que cuenta con un aparato crítico que le permite autocorregirse, y así avanzar en su saber.

A partir de lo anterior: ¿Puede la ciencia pronunciarse en forma definitiva y concluyente acerca de la existencia de Dios? En vista de lo presentado, la respuesta debe ser no. Pues la ciencia, al ser una descripción del mundo, no puede pronunciarse en definitiva sobre asunto alguno. Lo único que puede es construir hipótesis, desarrollar un experimento que las confirme o descarte, y elaborar una ley o principio con base en lo planteado y observado.

En sana congruencia con lo anterior, el archifamoso ateo Richard Dawkins, en El espejismo de Dios, al considerar un espectro de probabilidades de la admisión de la existencia de Dios, desde el grado 1° “fuertemente teísta” hasta el grado 7° “fuertemente ateo”, no puede sino admitirse como un agnóstico 6°, pues la ciencia hasta ahí alcanza: “Probablemente Dios no exista, así que deja de preocuparte y disfruta la vida”:

“Yo me cuento a mí mismo en la categoría 6, pero inclinado a la 7—soy agnóstico sólo hasta el punto de que no soy agnóstico sobre la existencia de hadas en el fondo del jardín”.


Dawkins se queja de que la religión frecuentemente pisa el terreno de la ciencia. Pero, ¿qué pasa cuando la ciencia pisa el terreno de la filosofía? Esto empieza a parecerse al recorrimiento de Polonia tras la Segunda Guerra Mundial. Alemania le cede terreno a Polonia para que ésta le ceda parte del suyo a la URSS. Es ya una curiosa tradición que los aficionados a la divulgación científica tenemos que leer cosas como esta:

Paul Davies (1984): “El vacío es el milagroso cuerno de la abundancia de energía en la naturaleza. En principio no hay límite a la cantidad de energía que puede autogenerarse por la expansión inflacionaria. Es un resultado revolucionario en total desacuerdo con la vieja tradición secular de que «nada puede surgir de la nada», una creencia que data al menos de tiempos de Parménides, en el siglo V a. de C. La idea de una creación a partir de la nada pertenecía, hasta recientemente sólo al reino de la religión. Los cristianos han creído desde hace mucho tiempo que Dios creó el universo de la nada, pero la posibilidad de que toda la materia y la energía cósmicas aparezcan espontáneamente como resultado de un proceso puramente físico hubiera sido considerado como algo absolutamente insostenible por los científicos de hace sólo una década” [p. 207].

Brian Greene (1999): “Agujero negro sin masa. En la teoría de cuerdas, un tipo especial de agujero negro que puede tener inicialmente una gran masa, pero que se vuelve cada vez más ligero a medida que una porción de Calabi-Yau del espacio se contrae. Cuando esa porción de espacio se ha contraído hasta convertirse en un punto, el agujero negro ha perdido la masa que inicialmente tenía y ya no tiene nada de masa. En este estado, no manifiesta las propiedades habituales del agujero negro, como es el poseer un horizonte de sucesos” [p. 352].

Stephen Hawking (2010): “Dado que existe una ley como la de la gravedad, el Universo pudo y se creó de la nada. La creación espontánea es la razón de que haya algo en lugar de nada, es la razón por la que existe el Universo, de que existamos” [citado en la Web].

Gracias a Davies con la nada hemos topado. Un inesperado chapuzón metafísico en el terreno científico. No será el único, pues el planteamiento de Greene está relacionado con la teoría del Big Bang, la cual sostiene que el Universo comenzó a existir a partir de la nada. Carl Sagan y Stephen Hawking son dos destacadísimos promotores de este planteamiento.

Tras 26 años de lecturas de divulgación de física teórica podemos advertir un patrón en los libros de dicha corriente, una serie de temas que, con ciertas variaciones, se repite como un bajo continuo:

a) El Universo comenzó a partir de la nada. Ésta es la teoría del Big Bang.
b) Hay una partícula indivisible. Los candidatos han sido los átomos, los quarks, y más recientemente, las supercuerdas.
c) Debería haber una teoría que explicara el comportamiento de todo el Universo. Einstein la buscó, pero fue incapaz de conciliar gravedad y cuántica. Desde entonces, han llovido muchas GTU: gran teoría unificada. La más reciente es la teoría de cuerdas/teoría M, la cual, en palabras de Greene:

“Sin duda, el logro de una comprensión total de la teoría de cuerdas/teoría M requerirá un largo y duro trabajo, así como una dosis igual de ingenuidad.

A cada paso que daban por el camino emprendido, los especialistas en teoría de cuerdas han buscado y continuarán buscando consecuencias de la teoría que se puedan observar experimentalmente. No debemos perder de vista las posibilidades remotas de hallar pruebas que confirmen la teoría de cuerdas, tal como se explicó en el capítulo 9. Además, a medida que profundicemos en nuestros conocimientos, habrá sin duda otros raros procesos o aspectos de la teoría de cuerdas que sugerirán otros procedimientos experimentales indirectos” [p. 326].


A partir del párrafo anterior, la exposición de Greene es densa en subjuntivos, que si bien son válidos en ciencia para construir las hipótesis, suenan muy extraños en una teoría que pretende explicar todo el comportamiento del Universo. Por lo tanto, lo que Greene admite es que la teoría M no ha tenido verificación experimental.

Hace varios siglos, con un sencillo argumento la filosofía sacó la tarjeta roja a Dios porque pretendió crear el mundo a partir de la nada. ¿Por qué habríamos de permitirle a la ciencia la misma osadía? ¿Es tan difícil de entender con Lucrecio que “De la nada, nada/¡Ni alguna cosa hacerse de la nada,/Confirman mis probados argumentos!?”:

Ninguna cosa nace de la nada;
No puede hacerlo la divina esencia:
Aunque reprime a todos los mortales
El miedo de manera que se inclinan
A creer producidas por los dioses
Muchas cosas del cielo y de la tierra,
Por no llegar a comprender sus causas.


La ciencia, quizá sabedora de nuestra enemistad, no puede sino dejar de pedir la desaparición de su enemiga. Varias veces mi gobierno ha querido deshacerse de la matrícula de filosofía. ¿Cómo enfrentar críticamente el mundo, sin las herramientas para ello?

¿Podemos prepararnos a criticar un libro que aún no hemos leído? Stephen Hawking y Leonard Mlodinow, en su nuevo trabajo The great design rescatan y actualizan muchas de las ideas expuestas arriba: un Universo basado en la teoría M, (y por lo tanto en una maravillosa hipótesis, que no teoría), con un Big Bang que supuestamente descarta a Dios como creador del Universo, pero que hace eco fantasmal de la Creatio ex nihilo, y que pretende desterrar a la filosofía para erigir a la ciencia como discurso hegemónico del mundo. ¡Que Dios nos libre de que sea sólo la ciencia quien nos dirija!

¿Cómo enfrentar las hegemonías? Por mi formación irracionalista, no tengo sino una propuesta defectuosa: no debería privar un árbitro de los discursos, sino que bien podríamos admitir que la búsqueda la estamos haciendo entre todos, y este ensayo es mi contribución a dicha idea.

Alguna vez Kant se preguntó si la metafísica podría presentarse como ciencia. Hoy volteamos la tortilla y nos preguntamos: cuando la ciencia plantea “Porque existe la gravedad, el Cosmos puede crearse por sí mismo?” [Hawking, 2010], ¿puede presentarse la ciencia como metafísica? Y esto, sin que la ciencia misma lo advierta. Algo podemos empezar a hacer, por lo menos a muy pequeña escala. En casa, podemos reemplazar la palabra “nada” del Big Bang por “singularidad”. En El universo elegante de Brian Greene se usa muy poco la expresión “nada”, aunque Greene ni siquiera advierte su carácter paradójico en la definición que citamos del agujero negro sin masa. ¿No sería apasionante que a los filósofos se nos permitiese especular con tan curiosa definición? Ahora bien: a la “teoría de cuerdas/teoría M” podemos llamarla “hipótesis M”. Es poquísimo, lo sé; pero algo es algo, dijo el calvo Diablo, y se tocó tres cabellos.

Cuando la ciencia no puede criticarse deja de ser ciencia y se convierte en dogma.

Si tuviésemos que considerar Todo lo que sea verdad de la teoría M, ¿qué quedaría de ella en virtud de su confesa inverificabilidad?

Por eso, si se quiere negar a Dios sin niveles, hay que abandonar la ciencia y atreverse a recorrer los bravos senderos de la filosofía.

Por lo tanto, aquí construyo mi pequeño edificio apoyado en los hombros de gigantes: materialistas, lógicos, ontólogos. Un concepto debe definirse sin contradicciones, pues se excluirían. Los caracteres de Dios son mutuamente excluyentes, y son por consiguiente, contradictorios. Luego, no hay concepto alguno de Dios. Y no necesito de la física de partículas para averiguarlo. Es cuestión de lógica.

***
Mini Bibliografía

Web

Para elaborar este ensayo me fue de mucha utilidad consultar el enlace del Repositorio de Ciencia, que conocí en la hermosa página del Dr. Gen. Clic aquí.


Por supuesto, los magníficos comentaristas de Razón Atea también están presentes.

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General

Davies, Paul. Superfuerza, Salvat. [Versión original en inglés, 1984]
Greene, Brian, El universo elegante, Drakontos. [Versión original en inglés, 1999]
Hawking, Stephen & Leonard Mlodinow, The great design, 2010.

sábado, 4 de septiembre de 2010

El mundo como voluntad sinfónica

Enrique Arias Valencia

Para Eduardo, por su valiosa compañía, por la música.

La vida, esto es, el Universo, es una monstruosa sinfonía de la que nada, absolutamente nada, está excluido. Sólo Dios en su reposo de inexistencia es capaz de escucharla completa, de principio a fin; por lo que nadie la ha escuchado en la plenitud pavorosa de su suprema majestad. Por supuesto, los poetas han intuido parte de la manifestación consternada, pero al compartirnos la estridencia de su percepción primordial, sólo unos pocos elegidos han podido ver y sentir la majestuosa danza de horror que como un Lucifer que cae del Cielo, se precipita en el hondo del alma para destruirla.

Sinfonía es un vocablo que nació para referirse a un tamborcillo. De ahí pasó a significar ritmo, tiempo y danza. Haendel y Bach lo hicieron bailable en la suite, llamada en su época obertura. Durante el neoclasicismo del XVIII, se hizo sonata orquestal. El agnóstico Mahler desfiguró la sinfonía, y nos entregó una colosal canción-oratorio, hervidero de modos y tonos, acordes de a ocho.

El tema ha reencarnado reiteradamente a lo largo de la historia de la música, y es así que los Thompson Twins en Doctor, Doctor! preguntan enfebrecidos:

Oh, Doctor, doctor, can't you see I'm burning, burning?
Oh, Doctor, doctor, is this love I'm feeling?

Más que amor, se trata de un convulsivo frenesí que devora el corazón, abrasa todo a su paso y entrega un alma consumida por los estertores de la angustia. El tema puede volverse tierno, apasionado y novelesco, y confesar en labios de Chucho Monge:

Creí
que tu vida era mía
y que tu me querías
como yo te quiero a ti.

Y aún así, lo reconocemos en tanto que desilusión; en forma de absurdo. Hace tiempo una chica cantaba uno de los temas que más me han gustado, pues en su negación de la identidad afirma su desesperación:

yo por él cambiaría
de gustos, de gestos,
de sexo
y hasta religión.

Irán Castillo: “Yo por él”; ella jura que lo haría. ¿Qué tenemos para enfrentar todo este horror? ¿Qué sino el horror mismo? Muchos soldados afirman que tras la cruenta batalla contemplan el campo ensangrentado con un sentimiento que sólo puede ser sublime. Tiene razón Kant cuando en la Crítica del juicio establece que lo sublime es lo absolutamente grande. Y no hay nada más grande que el horror de la guerra.

Nietzsche en su Zaratustra encuentra la filosofía del gran mediodía. Hoy leo en el programa de mano del concierto de la tarde que cuando trabajaba en esta obra el filósofo se cuestionaba: “¿A qué ámbito pertenece en realidad mi Zaratustra?” Y Nietzsche mismo replicaba: “Creo que pertenece al ámbito de las sinfonías”. Muchos años después de haberlo reflexionado, Richard Strauss hizo realidad el sueño de Nietzsche, al lanzar la colosal fanfarria introducción de su vigoroso poema sinfónico Así habló Zaratustra. El majestuoso acorde siempre me ha evocado la fiesta prometida que ha de celebrase tras la muerte de Dios. El hombre en soledad se enfrenta a un Cosmos rico, misterioso y violento, siempre dispuesto a rendir un enigma para cada jornada.

Es así como la sección de alientos de la Orquesta Sinfónica Juvenil Carlos Chávez, apoyada por sus contrabajos, percusiones y órgano invitados, bajo la batuta de Julio Briseño, literalmente me regala el primer programa de la Segunda Temporada de Conciertos 2010.

Nostalgia de la Edad Argenta, Aaron Copland brilla con su sello personal. Este año he tenido una alegría tan recóndita, que casi es una indecencia confesarla. Jamás me sedujeron los deportes. El fútbol me horrorizaba. El fútbol americano me parecía demasiado pleito para ser un deporte y demasiado deporte como para ser un pleito. El béisbol me parecía un ejercicio más de estadística que de verdadero amor al músculo, y suma y sigue. Plata de Copland de por medio, con sus melodías que siempre me hacen pensar en el Viejo Oeste, este año por fin fui conquistado por una práctica deportiva: la equitación. Claro que sólo la ensayo como el peor de los aficionados que soy; pero hoy el recio galope de Mister me ha hecho descubrir que todos los sentimientos son íntimos, y quieren la profunda y graciosa eternidad. La joven que desata mi calzado atorado en el estribo me recuerda que sólo soy un tonto apasionado. La orquesta lo dijo con la hermosa An Outdoor Overture.

Si yo fuera príncipe, me gustaría ser coronado al son de Marsch der Bavaria, de Christoph Von Reitzenstein así como la escuché hoy, con un reducido conjunto de trombones y un majestuoso timbal.

Y aunque parezca increíble, vuelvo a escuchar el Aria de la Suite Número 3 en Re menor, de Johann Sebastian Bach. Hace unas semanas la disfruté en el arreglo postrománico que Gustav Mahler escribió. No soy un experto en barroco, y sólo puedo sentenciar que la versión de esta tarde prescribió nueve ejecutantes, todos maderas, con el oboe en la melodía principal.

La Obertura para banda militar de Mario Kuri Aldama es el obsequio al mes patrio.

Tras el intermedio aparece mi amigo Eduardo, a quien yo había telefoneado para que me acompañara. La primera vez que escuché la Folk song suite fue en el radio, en una muy querida estación, Estereomil, hoy desaparecida. Por eso, no puedo evitar asociar la firma melisma de Ralph Vaughan Williams con mi lejana adolescencia. Hasta las oficinas de la estación acudía para recoger boletos de cortesía para la Sala Neza, y la voz de los locutores Juanita Martínez Palau y Agustín Romo Ortega alegraban mis siempre sinfónicos mediodías. Gracias a Juanita, a Estereomil y Guillermo Salas pude conocer al maestro Muñoz Flores, del Estudio Bartok, y sus maravillosos cursos de apreciación musical.

Y cerramos con Júpiter, de Los Planetas de Gustav Holst. Es el triunfo de la alegría sobre un mundo del que los dioses han escapado despavoridos. Me siento agradecido de estar acompañado por mi hermano mientras escribo estas torpes líneas, pues es Júpiter el más bello Adaggio trío en un mar de sonidos. De las tinieblas a la luz, el mundo como representación del arte se exalta en el bello brillo del melisma del Sol. En palabras de sor Juana Inés de la Cruz:

“Cítara solamente de Apolo”.

Y que así sea.