domingo, 19 de septiembre de 2010

Yo soy una iguanita enhuevada

Enrique Arias Valencia

Recién una generación allende la mía, la numerosa familia de mi abuela, mi padre y sus hermanos todos vivían en una de las riberas del río Grijalva. Niño inquieto como era, mi tío Lorenzo se arrojaba a nadar en la anchurosa corriente, y ahí, en medio de la gloriosa y blanca espuma, descubrió una increíble diversión. Lorenzo había advertido que los lagartos no eran muy hábiles para dar la vuelta en redondo, y el niño aprovechaba esa circunstancia para ganarles a los reptiles un palmo de nado. Fue así que a mi temerario tío le gustaba azuzar lagartos.

Cocodrilos, caimanes, lagartos varios, todos ellos fueron vencidos porque la cola de estos animales les impedía girar con rapidez en un río tan ancho, que barcos de cierto calado atracaban en Villahermosa para cargar y descargar sus mercancías. Hoy la presa de Malpaso ha hecho descender el nivel del río, y aquella ribera ya no es visitada por lagartos.

La selva está grabada en mi alma gracias a los sones populares que mi padre cantaba cuando yo era niño. Uno de ellos decía así:

¡Ay, ay, ay, ay, ay, ay!
Qué iguana tan fea
Que se sube a un palo
Y se zarandea
Pone su huevito
Y después se apea.


En lo personal, yo veía a las iguanas desafiantemente atractivas. Su reluciente colorido, sus escamas filigranas, su apariencia de pacientes, circunstancia esta última que comparten con otros reptiles, en especial las tortugas, eran el emblema de una época que no me tocó vivir, pero que frecuentemente era evocada por mi padre y su nostalgia por Tabasco.

Una tía materna me había prestado un libro. Gracias a mi tía Graciela en aquella obra tuve un primer contacto con la historia natural. Por eso, la naturaleza pródiga, cuando aún siendo niño y gentilezas de sus fósiles, conocí a los dinosaurios, fue para ellos amor a primera vista. En ellos se simbolizaba cierta pasión reptil, iguanita que crece y se hace gigante como el iguanodonte, o que se hace brava como el tiranosaurio. O que se hace toro como el triceratops, o que se hace trueno como el brontosaurio.

Alguna vez, en cama por los bronquios, mi madre y mi hermano me regalaron un colorado diplodoco de felpa. Fueron los tiempos de parasaurolofos de plastilina y de estegosaurios de hule. De las colecciones de animales prehistóricos de plástico. Una tarde de feria del libro mi padre me regaló mi primer manual de dinosaurios.

Un día mis padres llegaron con una tortuga mojina de mediano tamaño. Estuvo poco tiempo con nosotros, en una bandeja anaranjada. La regalamos, y alguna vez supe que en el jardín donde vivía se había hecho enorme.

Ya antes mis padres me habían regalado una tortuga japonesa. La llamé Pefita, y en cierta forma convivió con una jaiba a quien puse por nombre Bravo el Chamaco. Nunca osé tenerlos en el mismo lugar, pero ambos animales eran una promesa de un futuro feliz que nunca cristalizaría por completo. Algo en mí nunca maduró bien.

Todavía en la secundaria los lagartos terribles excitaban mi imaginación, y sabe bien mi muy querido amigo David Canales que en la Edad de Oro los dinosaurios aún brillaron con gran fuerza. Sin embargo, tras mi larga adolescencia, el amor por los reptiles fósiles se apagó sin dolores. Cuando llegó a mi ciudad la primera exposición de dinosaurios robot ya mi pasión se había extinguido, pero de todas formas fue un gusto sincero verlos por primera vez animados frente a mí.



Y los dinosaurios tomaron alas. Aunque les perdí la pista durante mucho tiempo, me conmovió saber que las nuevas investigaciones apuntaban a que hubo dinosaurios de sangre caliente y emplumados. Por eso, a pesar de que me despedí de ellos tras mi exagerada niñez, los dinosaurios me han regalado todavía algunas sorpresas de vez en cuando. A ellos pertenece un poco de estos versos, cuyo origen señalaré en breve:
Aléjate, la brisa que sopla en la ribera,
Llevarte entre sus alas, quisiera desde aquí;

En diciembre de 2008, en Ciudad Nezahualcóyotl, en el así llamado Palacio de sor Juana, se montó una exposición de dinosaurios robot. La entrada era gratuita. Un amable chico nos habló de la evolución de las especies. Al terminar de recorrer la exhibición, llamé a Lísida para invitarla; pero su tiempo para conmigo ya daba indicios de haber llegado a su final, y ya no asistió a la convidada.

Dice la poesía paleontológica que los dinosaurios se extinguieron cuando las plantas dieron su primera flor. Entonces aparecieron los insectos polinizadores: las laboriosas abejas y las níveas mariposas. Hay quienes afirman que gracias a las luces que nos da la ciencia podemos extinguir los monstruosos anacronismos de la religión.

En lo que a mí respecta, conocer la teoría de la evolución no me hizo ateo. Fue el saber que los perfiles, las esencias y las formas mueren y se van de nosotros a veces sin siquiera despedirse. Hay una canción tabasqueña, del poeta José Claro García, con música de Cecilio Cupido, que se refiere a esto, y habla de unas flores llamadas mariposas. “Los átomos del alma que sufre y desespera”… A ellas, a las hijas “del férvido Aquilón” sí podemos decirles adiós, pues son el símbolo de las alas libres que se van para siempre, dejándonos un hueco que nada ni nadie, ni Dios mismo, podrá llenar:

Adiós mis perfumadas y blancas mariposas,
Adiós mis ilusiones, mi amor, mi porvenir
Les mando mis suspiros, que en alas vaporosas,
Irán a susurrarles lo que me ven sufrir.

1 comentario:

genetticca dijo...

Sabes Enrique

Los dinosaurios han desaparecido, pero aún se sabe de ellos, aun se descubren sus huellas bajo estratos y sustratos. Huellas petrificadas, huesos, se recomponen y se muestran en los museos. No puede desaparecer aquello que deja un rastro, que vive en la memoria de la historia “Corto una flor y sigue viva” porque todo lo que ha existido, es, sigue siendo, alguien que lo expresa como tú lo revive, lo inmortaliza.
Así que aunque los lagartos no acudan a ese rio, porque sus aguas menguaron de nivel, acuden a otros ríos y continúan su vida. Eres tú, quien decide si los átomos tienen alas o si aterrizaron en cualquier aeropuerto del mundo para permanecer inmóviles.
Todo lo que narras es sublime, tanto como te permite esa porción de átomos que componen tu fisonomía, porque más allá de ella sigues existiendo, aunque te empeñes en desaparecer.
“Entonces aparecieron los insectos polinizadores: las laboriosas abejas y las níveas mariposas”

Todo es una continuación de un todo y aquel o quienes conforman ese todo son los únicos dioses.

Un beso, con tendencia a no desaparecer.