ANTES DEL GRAN SILENCIO
Fanfarria para el hombre común
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
(Mateo, 27; 46)
El caballero de la fe está solo en todo momento
Søren Kierkegaard
Søren Kierkegaard trató el asunto de la decisión de dar un sí rotundo a Dios en Temor y temblor. El filósofo danés abordó el problema desde la perspectiva del hombre filosófico, que es casi decir el hombre común, porque el filósofo no es un místico.
Las palabras de Cristo que inauguran este ensayo bien pueden considerarse el grito de angustia de la fe de los tiempos de la muerte de Dios. ¿Qué es la tan traída y llevada muerte de Dios? La muerte de Dios como todo buen asunto filosófico, tiene muchas acepciones. Significa muchas cosas, excepto, la muerte del Dios de los creyentes. En una de sus vertientes, la muerte de Dios es la muerte del hombre. Hace mucho tiempo leí un episodio de la Segunda Guerra Mundial, el cual, en esencia, decía así: un reducido grupo de prisioneros iba a ser ahorcado. Como era costumbre en tiempos de guerra, los reclusos eran obligados a mirar la ejecución. La rutina de aquel acto se veía afectada, sin embargo, porque entre los condenados figuraba un niño. Los adultos murieron de inmediato, pero el pequeño prisionero, con la energía de la niñez, se retorcía en la horca, luchando inútilmente por vivir. Su agonía fue lenta y espantosa. Uno de los espectadores forzados, ante tan funesto espectáculo, no pudo dejar de observar: “¿Dónde está Dios en todo esto?” Un viejo, quizá con la luz de la experiencia, replicó: “Sí, ahí está, es el niño”.1
Por lo tanto, aquí trataremos con una fe paradójica que nos invita a hacernos cargo de nosotros mismos, porque la sensación de soledad es el legado de los tiempos que corren:
“El caballero de la fe no conoce el reposo, su prueba es constante, a cada instante tiene una posibilidad de retornar, arrepintiéndose, al seno de lo general, y esa posibilidad puede ser crisis tan bien como verdad. No puede pedir a nadie que lo ilumine, porque entonces estaría fuera de la paradoja”.2
Kierkegaard nos remite a la sensación de abandono que ni siquiera la fe puede salvar. Se trata de un estado de angustia, pero también de intensa comunicación del alma y su Creador.
En este ensayo abordaremos el paradójico papel del hombre de fe tras la muerte de Dios anunciada y sentida durante el siglo XIX. Nuestro hombre de fe será Sören Kierkegaard, y rastrearemos su postura en su libro Temor y temblor (1843), uno de cuyos pasajes compararemos con el final del oratorio Jefté, de George Friedrich Haendel, y pondremos a Jefté frente a Abraham, ilustrando así la revolución de lo cristiano, el papel de la paradoja en el mundo que Kierkegaard vivió y criticó. Ese trasfondo histórico de la postura de Kierkegaard es el tiempo mediocre y sin pasiones del siglo XIX europeo. Ante ese mundo, él se expresa a favor de la pasión y la paradoja.
Alguien podría objetar: “Bien, pero ¿por qué presentar un esbozo del trasfondo histórico y por qué la paradoja?” Las ideas insólitas llevan la contraria a la opinión establecida en un determinado tiempo y lugar, se mueven a contracorriente, y a mediados del siglo XIX la fe protestante era una figura convencional, una fe dormida; una fe que creía que la época era mala porque el hombre es inherentemente malo, tal como sentenció Calvino. La filosofía, a su vez, había culminado con el magno sistema hegeliano, por lo que los filósofos no podían sino quejarse de que los tiempos eran malos porque ya no tenían nada que hacer sino imitar mal al maestro, pues con Hegel la verdad y el Ser se habían mostrado con todo su esplendor. Sin embargo, sobre el problema en torno a la filosofía de Hegel, lo mejor será guardar silencio para concentrarnos en la fe paradójica de Kierkegaard.
La primera mitad del siglo XIX europeo fue un tiempo que retozaba en la estética estática y la religión oficializada. En medio de este mundo realizado se alzó de improviso una llamada deslumbrante que contradijo las nociones universalmente aceptadas, es decir, una voz paradójica, una voz que invitaba a la pasión.
¿Pero, cómo tener pasiones en un mundo realizado? Porque –insistimos– la fe se había resuelto con un dogma cristiano adormecido por los convencionalismos y la cotidianidad: “Dios muere para vivir en ti”, rezaba una canción alemana que retrataba el parecer del pueblo cristiano satisfecho de la época. ¡Qué fácil es ser cristiano para los cristianos de cartón!
Una paradoja contra el conformismo
“¡Ved, pues, al hombre, resulta una quimera!
Es todo un monstruo, es todo un caos.
¡Qué contradicción! Es un prodigio;
débil gusano de la tierra, depositario de la verdad,
vergüenza y gloria del universo”.
Pascal (Pensamientos)
La más acabada imagen del mediocre inmovilismo decimonónico es lord Caversham, personaje de Un marido ideal, pieza teatral de Oscar Wilde, quien en un momento de la obra, exclama: “¿Paradojas? ¡No tolero las paradojas!”
La paradoja provocaría la enemistad de la opinión establecida en aquel mundo europeo tranquilo y burgués porque ella es una contradicción dinámica que inevitablemente disuelve la mentalidad habitual, pues reclama que se llegue a comprenderla o aceptarla como una cuestión irresoluble que, en ciertos casos, sólo la fe puede salvar. Así, la mentalidad estática no quiere molestarse con pensamientos que pongan en riesgo su estabilidad y elude todo lo confuso o insólito.
Y la paradoja también invita a la reflexión. Por ejemplo, cierto sabio fue condenado a muerte pero el juez le concedió la última palabra sobre su forma de morir, prometiéndole que si decía la verdad él sería ahorcado, y si mentía él sería decapitado. El sabio miró burlonamente al juez y afirmó: “Seré decapitado”.
Por supuesto, la ejecución fue postergada indefinidamente, porque si hubiesen ahorcado al sabio, resultaría que fue porque mintió, y entonces lo correcto sería decapitarlo; pero esto significaba que había dicho la verdad y en tal caso, se lo debía ahorcar. El lector tiene aquí un buen hueso que roer para determinar las razones de esa decisión final.
La paradoja, pues, nos obliga a reflexionar más allá de los criterios establecidos de verdad o falsedad. Kierkegaard descubrirá una paradoja aún más poderosa que la de nuestro divertido ejemplo: nos mostrará la paradoja de la fe.
¿Qué es el hombre? Quien conozca la respuesta tiene en su poder la contraseña para trasponer las puertas de la sabiduría. Es así que el hombre es una paradoja.
Aquel que reconozca el siguiente problema filosófico, entenderá la broma que hago a continuación sobre las clases de hombres que pueblan el mundo. El objetivo es intentar contestar a la pregunta sobre qué es el hombre desde un argumento paradójico. Por eso, quien entienda el argumento, entenderá la broma del hombre.
Los hombres honrados dividen a los hombres del mundo en dos clases: los honrados y los bribones. Los bribones, en cambio, creen que todos los hombres del mundo son bribones, y por lo tanto, no dividen a los hombres en clases. Ahora bien, yo estoy de acuerdo con la observación de Goethe que reza: “¡Lástima que la Naturaleza hiciera de ti un hombre solo, pues tienes madera para que hubiera sacado una persona honrada y un bribón!” 3
Si la observación de Goethe está dirigida a todos los hombres, entonces Goethe pertenece a la clase de hombres que no dividen a los hombres en dos clases, porque hay una sola clase de hombres, en la que todos los hombres bien pueden tener madera suficiente para ser honrados o bribones. Cuando yo suscribo la frase de Goethe, en consecuencia también pertenezco a la clase de hombres que no divide a los hombres en dos clases. Por lo tanto, estoy seguro de que existen dos clases de hombres en el mundo, aquellos que dividen a los hombres del mundo en dos clases y los que no lo hacen. Y yo, según lo expuesto, pertenezco a la segunda de estas clases, si y sólo si pertenezco también a la primera, y ambas son mutuamente excluyentes.
El alma humana es insondable o, para decirlo con los términos de la filosofía existencialista, el hombre no es nada determinado. Milenios atrás, Heráclito, después de sentenciar “Yo me escudriñaré a mí mismo,” pudo decir: “No hallarás los límites del alma, no importa la dirección que sigas, tan profunda es su razón”.
Vidas paradójicamente paralelas
“El caballero de la fe sólo dispone, en todo y para todo, de sí mismo: de ahí lo terrible de su situación”.4
“Creo porque es absurdo”, sentenció Tertuliano. En Temor y temblor Kierkegaard se pregunta si existe una suspensión de lo ético, porque si el mandato general dice “no matarás”, Abraham como hombre de fe ha de vivir una cancelación de la ética para cumplir el mandato divino cuando Dios le ordena sacrificar a su hijo. He ahí la paradoja del hombre de fe: debe él cumplir dos mandatos provenientes de la divinidad, uno de los cuales anula al otro. Y esta paradoja enfrenta al hombre de fe con su individualidad.
La opinión general, el mandato general de carácter ético, choca frente a un caso particular que nulifica la opinión y el mandato. El sacrificio de Isaac descubre a la fe como paradoja.
“En efecto, la fe es esa paradoja según la cual el individuo está por encima de lo general y siempre de tal manera que, cosa importante, el movimiento se repite y como consecuencia el Individuo, luego de haber estado en lo general, se aísla en lo sucesivo como Individuo por encima de lo general”.5
El propósito de Kierkegaard es explicitar la dialéctica que se presenta en la historia de Abraham, por medio de problemas que mostrarán lo paradójico de la fe, la cual es capaz de hacer de un crimen una acción santa, de lo que simplemente sería el asesinato de Isaac, el sacrificio de Isaac (que no se consuma, por la aparición milagrosa del Cordero). Esta paradoja le devuelve su hijo a Abraham, contradicción que no se puede reducir a razonamiento alguno, porque la fe comienza donde termina la razón.
Dios llama a Abraham a sacrificar a su hijo, momento en el que la fe suspende el carácter de la ética: la antinomia de la fe nos dice que sacrificar al propio hijo es un acto meritorio, pues es Dios quien lo pide.
En Temor y temblor Kierkegaard analiza el episodio de un sacrificio opuesto al que Abraham debía realizar, pues si el patriarca recibió la orden de Yahvé de sacrificar a su hijo, ahora es la imprudencia la que provocará el fatal desenlace en el que un inocente será sacrificado. Se trata de la historia del juez Jefté, quien formula la desproporcionada promesa de que si Dios lo hace vencer en un combate próximo, entregará al sacrificio de fuego a la primera criatura que encuentre frente a su puerta cuando retorne vencedor. Jefté pensaba quizá en que un perro o un cordero sería lo que estaría ahí, pero resultó que era su única hija quien lo esperaba en ese sitio para festejar el triunfo de su padre con panderos y danzas (Jueces, 11; 30-40).
G. F. Haendel retrató esta historia en un oratorio, postrer trabajo del músico barroco. Y aunque la música posee una gran magnitud dramática, el libretista de Haendel no pudo soportar el peso del original bíblico y presentó un final feliz, Deus ex machina durante el cual un ángel le perdona la vida a la joven con la condición de que se mantenga virgen para siempre.
Durante el ocaso musical de la segunda parte, cuando todos creen que el voto de sacrificio tiene que consumarse, el coro eleva una de las melodías más reflexivas de Haendel:
“¡Cuán oscuros, Oh Señor, son tus designios!
Ni gloria cierta ni paz concreta que nosotros
los mortales conozcamos en esta tierra”.
Y no obstante la circunstancia desgarradora, en un giro paradójico, que se mueve contra el libreto del oratorio, los dos versos finales cantan con extraordinaria resolución y gran fuerza melódica y rítmica:
“Pero continúa obedeciendo este principio:
Sea lo que fuere, está bien”.
Es así que la última intervención del coro es una cita del Ensayo sobre el hombre, de Alexander Pope, el destello final de la primera carta, texto poético pleno de heroísmo que, a pesar suyo, se constituyó en el himno triunfal de la aceptación irracional (esperanza) que el hombre decreta a un mundo totalmente indiferente al sufrimiento humano. Y lo que es más interesante, ¿por qué tendemos a confundir la indiferencia de Dios con la indiferencia del mundo? ¿No es asombroso que las religiones organizadas exijan que amemos por sobre todas las cosas a alguien cuya existencia después de todo, sólo es un artículo de fe? Si sucede lo más terrible, ¿debemos obedecer el principio de que “está bien”? De acuerdo: “Amarás a Dios sobre todas las cosas”; ¿y cuál es el trato? Porque si hay amor hay una relación. ¿O no? ¿Y qué sigue? ¿El silencio de la mayor de las partes?
Esto no es una crítica al cristianismo, ni a Pope ni a Haendel, antes bien lo es a la opinión chabacana que sobre los milagros de fe comenzó a prevalecer a raíz del establecimiento del puritanismo secularizado del siglo que siguió a estos dos genios, doctrina civil que desvirtuó (en el más amplio sentido de la palabra) a la religión cristiana. Cuando se interpreta mal a Pope y a Haendel es fácil exclamar: “A Jefté lo salvó un ángel, pues sea lo que fuere, está bien”. Pero si analizamos el sentido original de las palabras del poeta, veremos que la invitación es más bien, al contrario, a la resignación. Kierkegaard estudió el caso de la resignación y descubrió que el hombre de fe había de vivir un caso particular de ésta, a la cual llamó la resignación infinita. La última fase previa a la fe es la resignación infinita y ninguna persona puede tener fe si previamente no ha alcanzado esa resignación; con esto descubrimos nuestro valor:
“Es en la resignación infinita donde, ante todo, tomo conciencia de mi valor eterno, y únicamente así puedo entonces alcanzar la vida de este mundo en virtud de mi fe”.6
Los conceptos no agotan la fe; ya Pascal había apuntado que “el corazón tiene razones que el corazón no conoce”.
La historia de Abraham es una incisiva metáfora de la fe en su aspecto más radical. Lo que demuestra es que la fe no es un recurso cómodo para dejar en manos de Dios la responsabilidad de nuestros actos. Si encomendamos a alguien una responsabilidad, seremos responsables de lo que haga aquel a quien hemos encomendado nuestra responsabilidad. En consecuencia, la fe debe considerarse en contraste con la razón; esto es lo que puede volverla tan audaz y tan precaria. Cuando un hombre de fe se enfrenta con el dolor, deberá encarar la peor situación en un abandono total de la razón. Y sólo cuando la persona de fe asume la resignación infinita y no antes, puede exclamar:
“Sin embargo, creo que obtendré lo que amo en virtud de lo absurdo, en virtud de mi fe en que todo le es posible a Dios”.7
Si concluimos lo anterior antes del movimiento de la resignación infinita, entonces tenemos ante nosotros la religión oficializada, una realización perezosa, estática y mediocre del cristianismo, una visión frente a la cual Kierkegaard replicará asumiendo el compromiso de considerar la opción que aparece en la Biblia para elucubrar sus consecuencias. Para Kierkegaard, Jefté es “el intrépido juez”, un individuo que también está frente a la paradoja que lo obliga a hacerse cargo de sí y de sus actos:
“Cuando el intrépido juez que en la hora aciaga salvó a Israel se vincula a sí propio y a Dios mediante un mismo voto, debe trocar entonces heroicamente en tristeza la alegría de la virgen, el júbilo de su amada hija, con la cual Israel todo llora la juventud; mas toda mujer generosa, todo hombre bien nacido comprenderá a Jefté y cualquiera de las vírgenes de Israel envidiará a su hija, pues, ¿para qué habría servido la victoria por el voto obtenida si Jefté no lo hubiese respetado?, ¿acaso no le habría sido arrebatada al pueblo?”8
Kierkegaard nos descubre la historia de Jefté como la más triste y heroica de la Biblia, opone al conformista protestantismo de su época el derecho del individuo y su posibilidad de ser auténtico. Para ello recurrió a Abraham.
Pero cuidado: la autenticidad del hombre consiste en no ser nada determinado, porque la vida es una victoria que se nos puede arrebatar en cualquier momento. Tal es la paradoja que vive Jefté, pues su triunfo en la guerra se vuelve una terrible derrota al tener que pagar por aquél con el precio de la vida de su hija. Y por eso hay quienes, desde la estética estática, exclaman con lord Caversham: “¿Paradojas? ¡No tolero paradojas!”
Ésta es la dicotomía: por un lado Abraham, que por mandato divino debía sacrificar a su hijo y que, paradójicamente, por acatar tal mandato recuperó a su hijo; por el otro, Jefté, quien al haber hecho el voto de sacrificar al primer ser vivo que hallara frente a su puerta si Dios le concedía la victoria, ve ésta convertida en derrota personal al hallar frente a su puerta a su hija. ¿Qué marca la diferencia en el destino de estos individuos? Opina Kierkegaard:
“Muy diferente es el caso de Abraham. Por medio de su acto ha franqueado todo el estadio moral; posee más allá un telos* ante el cual suspende este estadio”.9
Kierkegaard, a diferencia del libretista de Haendel, conserva el tinte trágico del original bíblico: la hija de Jefté fue sacrificada por el bien del pueblo, a pesar que el padre no sabía que era su propia hija quien daría cumplimiento al pacto. Abraham está por encima del héroe porque el patriarca vive la paradoja del hombre de fe. Kierkegaard muestra las paradojas de uno y otro. Abraham se volverá un santo cometiendo lo que para otros sería un crimen; en cambio, es la victoria lo que le arrebata su hija a Jefté, pero este sacrificio es el que salva al pueblo de Israel; por eso, ¿quién no envidiaría tanto a Jefté como a su hija?
Pequeña digresión
¿Qué tendría el ateo que aprender de la historia de Abraham? En primer lugar, que la distancia entre un ateo racionalista y un caballero de la fe es enorme. El filósofo Julian Baggini, un ateo cabal, en torno al asunto de Kierkegaard y la historia de Abraham, sostiene que Abraham actuó de una manera contraria a la razón cuando se decidió por sacrificar a su hijo Isaac:
“Por este motivo el ateísmo no es una postura de fe. Tener fe no es tender un puente para salvar la distancia entre la creencia racional y la certeza; es esquivar por completo la racionalidad”.10
Veamos el hecho: ¿es racional sacrificar a un hijo aunque quien nos lo pide es Dios? La respuesta es no, y por este motivo surge el inevitable contraste entre fe y razón. Baggini no deja de llamar brillante el ejemplo de Abraham, pues lo que nos muestra es el compromiso absoluto del hombre de fe. Por eso Abraham es el modelo a seguir del hombre de fe.
Por su parte, en otro lugar Kierkegaard nos convence de que la fe nos conduce a una paradoja que debe salvarse dando un salto. Es así que el salto del hombre de fe conduce a una vida paradójica que sólo la fe puede sustentar, aunque no baste para paliar los dolores de la vida. Por lo tanto, la fe es un apasionado y enigmático contraste con la razón.
Un silencio angustioso
“Pero Sócrates, ¿por qué te quedas así de mudo, luego de que Hipias ha expuesto todas esas cosas?”
Hipias menor, 364 b
La pregunta del hombre de fe es la misma que el Nazareno se hace en el Calvario: ¿Por qué me has abandonado? Y el hombre de fe descubre que no hay respuesta. A su regreso del monte Morija, tras la prueba del sacrificio de Isaac, Kierkegaard nos dice que Abraham guarda silencio frente a sus parientes, porque el patriarca ha vivido la paradoja del hombre de fe, la cual es inefable:
“Abraham ha guardado, pues, silencio; no hablado ni a Sara, ni a Eliezer ni a Isaac; ha menospreciado las tres instancias morales, pues la ética no tenía para él más alta expresión que la vida en familia, [...]
”Abraham calla... él no puede hablar; en esta imposibilidad residen la angustia y la miseria. Porque si hablando no puedo hacerme comprender, yo no hablo, aunque perore noche y día sin interrupción. Ése es el caso de Abraham: él puede decirlo todo, excepto una cosa; y cuando no puede decirla en forma tal que se haga comprender, no habla”.11
Cuando escribió Temor y temblor Kierkegaard se había negado a casarse y además guardó silencio frente a su postura. Podemos poner en paralelo los empeños del filósofo con el silencio del patriarca porque Kierkegaard firmó aquella obra con el seudónimo Johannes de Silentio, aquel que, por fe silenciosa, justificó su negativa al matrimonio con un augur divino:
“El novio a quien los augures predijeron una desgracia consecutiva a sus esponsales cambió súbitamente de plan en el instante decisivo en que vino a buscar a su novia; negóse a celebrar las bodas”.12
Abraham, en Temor y temblor, guarda silencio frente a Sara, Eliezer e Isaac. Por eso no debemos identificar al Abraham bíblico con el Abraham de Kierkegaard, antes bien, podemos ponerlos en paralelo: el Abraham bíblico es una figura de un mito fundacional, un personaje ideal, si se nos permite la expresión, en tanto que el Abraham del filósofo posee un carácter psicológico que es en cada caso una muestra de lo que podemos ser nosotros mismos:
“El caballero de la fe sólo dispone en todo y para todo de sí mismo; de ahí lo terrible de su situación”.13
Así pues, el Abraham de Kierkegaard, más que una metáfora, es una reflexión. Si el filósofo se calla y se casa, obra al contrario de la fe, porque:
“Callándose, la convierte en culpable, en cierto sentido; en efecto, prevenida, sin duda ella jamás habría consentido semejante unión”.14
En el caso anterior, la novia de Kierkegaard habría manifestado “justa cólera”, dice él textualmente; pero si el filósofo se calla y no se casa, se iguala con el patriarca silencioso que nada comentó con Sara, Eliezer e Isaac. La fe, don inefable, hace del acto negativo una virtud. Y aunque la ética ordena al novio que nos diga lo que le sucede,
“Su heroísmo consiste entonces esencialmente en renunciar a la magnanimidad estética, que, en el caso, nunca podría ser sospechosa de la pizca de vanidad que oculta el secreto, porque él debe ver claramente que hace la desgracia de la joven”.15
La fe, virtud paradójica que suspende a la estética estática y a la propia ética, nos hace callar antes del gran silencio, porque la invitación de Kierkegaard es practicar una fe viva tras el más terrible de los ocasos.
La paradoja final: Juan el silencioso ha escrito un libro; es decir, no ha guardado silencio, aunque Kierkegaard sí; después de todo, no firmó su obra sino con un pseudónimo. Ya el lector juzgará si he realizado un buen trabajo. Si su juicio es severo, seguramente lo lamentaré, y si no lo es, estoy seguro de que no lo lamentaré, aunque con esto, seguro se rompería la paradoja.
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