Enrique Arias Valencia
Para que alguien sea un héroe trágico debe morir en el desempeño de su papel. Así, por ejemplo, los Niños Héroes de México fueron un grupo de seis jóvenes que murieron trágicamente al enfrentarse a un enemigo superior en armas y experiencia el 13 de septiembre de 1847. La Gloria y la Fama los recibieron como héroes.
Sin embargo, no todos los jóvenes cadetes del Colegio Militar murieron aquel día. Entre otros, Miguel Miramón, un chico de dieciséis años, por azar salvó la vida. El Hado, patriarca impersonal del alma de los hombres, tiene reservada una vida adversa para aquellos que logran burlar sus designios. Un héroe debe morir en combate, o su alma pagará las consecuencias del absurdo de pretender ser un héroe vivo.
Por lo tanto, la tragedia personal de Miramón consistió en no morir ese día, y la historia nacional lo condenaría a desempeñar uno de los más tristes papeles que pueda conocer el hombre. En primer lugar, fue hecho prisionero de guerra de los invasores, toda una mancha para un soldado. Sería la primera, vendrían en Crescendo muchas más.
Andando el tiempo, Miramón se unió al Partido Conservador y después, confiaría su vida a la aventura romántica del Segundo Imperio Mexicano, para morir a destiempo en el Cerro de las Campanas, sin ninguna gloria, señalado por el oprobio de la traición.
Hay que destacar que Miramón amaba a su país. No obstante, su destino estaba sellado desde que escapó de la muerte en el momento en el que la Gloria buscó su alma. La Gloria quiere sangre, y sólo una vez toca a la puerta del soldado. Quiero destacar que Miramón no escogió su estrella: los dados del azar lo condenaron cuando niño, y a partir de ahí su suerte estaba echada sin que el error recayese directamente en él. Para quienes no somos héroes sólo somos el juguete del azar y del error.
La tragedia de Miramón fue doblemente trágica: el amor por su país lo transformó en uno de los más odiados oponentes del gobierno de Juárez. Miguel Miramón, despreciado por la muerte cuando niño, sería también despreciado por los liberales, por la historia oficial y por el Valhala Blanco que preside las faldas del Castillo de Chapultepec: sólo seis columnas se alzan en el Monumento a los Niños Héroes, porque la Fama quiere la sangre de sus hijos y le repugna la de aquellos que se ausentan a la hora del sacrificio.
Para que alguien sea un héroe trágico debe morir en el desempeño de su papel. Así, por ejemplo, los Niños Héroes de México fueron un grupo de seis jóvenes que murieron trágicamente al enfrentarse a un enemigo superior en armas y experiencia el 13 de septiembre de 1847. La Gloria y la Fama los recibieron como héroes.
Sin embargo, no todos los jóvenes cadetes del Colegio Militar murieron aquel día. Entre otros, Miguel Miramón, un chico de dieciséis años, por azar salvó la vida. El Hado, patriarca impersonal del alma de los hombres, tiene reservada una vida adversa para aquellos que logran burlar sus designios. Un héroe debe morir en combate, o su alma pagará las consecuencias del absurdo de pretender ser un héroe vivo.
Por lo tanto, la tragedia personal de Miramón consistió en no morir ese día, y la historia nacional lo condenaría a desempeñar uno de los más tristes papeles que pueda conocer el hombre. En primer lugar, fue hecho prisionero de guerra de los invasores, toda una mancha para un soldado. Sería la primera, vendrían en Crescendo muchas más.
Andando el tiempo, Miramón se unió al Partido Conservador y después, confiaría su vida a la aventura romántica del Segundo Imperio Mexicano, para morir a destiempo en el Cerro de las Campanas, sin ninguna gloria, señalado por el oprobio de la traición.
Hay que destacar que Miramón amaba a su país. No obstante, su destino estaba sellado desde que escapó de la muerte en el momento en el que la Gloria buscó su alma. La Gloria quiere sangre, y sólo una vez toca a la puerta del soldado. Quiero destacar que Miramón no escogió su estrella: los dados del azar lo condenaron cuando niño, y a partir de ahí su suerte estaba echada sin que el error recayese directamente en él. Para quienes no somos héroes sólo somos el juguete del azar y del error.
La tragedia de Miramón fue doblemente trágica: el amor por su país lo transformó en uno de los más odiados oponentes del gobierno de Juárez. Miguel Miramón, despreciado por la muerte cuando niño, sería también despreciado por los liberales, por la historia oficial y por el Valhala Blanco que preside las faldas del Castillo de Chapultepec: sólo seis columnas se alzan en el Monumento a los Niños Héroes, porque la Fama quiere la sangre de sus hijos y le repugna la de aquellos que se ausentan a la hora del sacrificio.
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