Reflejada en el río
he visto mi imagen,
y ahora la veo de nuevo:
tal como antes apareció en el agua,
tú ahora me muestras mi propia imagen.
Sieglinde, La Walkyria, Acto I, Escena III
Árbol de tronco viejísimo, este enorme ahuehuete partido por un riachuelo es el portón más natural para recibir al viajero que busca comulgar con el espíritu de nuestros antepasados indígenas. La ascensión del cerro del Tepozteco es labor titánica que demanda salud. Macizo vertical, se conquista recorriendo infinitas escaleras de labrado burdo, extenuantes, interminables. Verdura varia, árboles de bosque de altura, el noble sinople del paisaje atrapa la mirada. Sólo de vez en cuando parda roca se asoma entre la sinfonía de coníferas, selva baja caducifolia, bosque mesófilo de montaña, ceibas y tepozanes.
El premio es la así llamada pirámide, basamento prehispánico de orientación perfecta, hoy infestado de coatíes, plaga omnívora que con sus enervantes chillidos hace eco de una naturaleza que está siempre dispuesta a devorarnos. Ellos son parte de las fuerzas oscuras de la Tierra que siempre acechan y velan por nosotros.
Arrojar cacahuates a los coatíes es peligroso. Ingratos como son, suelen soltar una dentellada a su cándido benefactor. Si los ignoramos, podremos llegar sin cargo al santuario que los arquitectos xochimilcas levantaron a más de dos mil metros sobre el nivel del mar, entre los siglos XII y XIV. Más tarde, los mexicas conquistarían el lugar.
Consagrado al dios del pulque, Dos Conejo se celebra por partida doble: Ometochtli-Tepoxtécatl, pues se trata no de otro dios sino de nuestro inmortal Dioniso. Si bien los frailes en su febril evangelización destruyeron el ídolo del Conejo, hijo de Quetzalcóatl, nunca pudieron levantar nada en el lugar donde todavía hoy puede observarse airoso el templo prehispánico.
Yo soy el peor de los naturalistas. Bajar la montaña es labor vesánica, que demanda no sólo paciencia sino que uno mismo se torne tecolote. Con mis manos enconchadas a la boca imito el llamado de estas aves. Mi ulular llama la atención de una bebé norteamericana, quien tratará de imitarme. Le enseño lo que puedo, pero de su práctica personal dependerá su éxito. Sigo descendiendo.
Un enorme escarabajo rinoceronte demanda mi atención. Su negrísimo cuerpo es admirado por unos niños que me piden que se lo muestre. A continuación, libero al artrópodo en un paraje seguro, lejos de las pisadas de los viandantes. No puedo evitar recordar que hay más especies de artrópodos que de todos los demás animales juntos, y que hay más especies de escarabajos que de cualquier otra cosa viva y con patas.
Desde un círculo de roca, una amable chica invita a los turistas a practicar rappel. En mi lejana adolescencia le tuve alguna vez pavor a las alturas. Ahora, frente a esta peligrosa tentación, no puedo resistirme al llamado de la ninfa de la montaña. Nunca antes me había colocado un arnés de rappel en la cadera. Me acompaña un amable instructor quien me indica que debo abrir las piernas en perfecto compás, y después señala los demás movimientos de un deporte que despierta los entusiasmos de la adrenalina. Nos ceñimos el casco, corona del temerario, y con la advertencia de nunca soltar la soga, comienza el descendimiento.
Mis movimientos son torpes, pero no riesgosos. A mi alrededor, verde interminable que contrasta con algunas cimas de roca desnuda. La vista es pavorosa, pero los dioses prehispánicos me protegen. En lontananza, algunas aves de rapiña chillan hambrientas. Treinta metros de descenso limpio, tan sólo un leve tropezón que me hace exclamar “¡Virgen Santísima!” El ateísmo no es derrotado por la religión, sino por las fuerzas oscuras de la naturaleza; fuerzas que también operan en la mente humana, y que fueron en realidad quienes moldearon el cerebro y sus chapuceros descalabros. No obstante, el envidioso Jehová nada podrá hacerme esa tarde. ¡Tonatzin ilumina mi agitado corazón! La vertical del cerro es sublime en su majestad, infinitamente grande en su declive. El aire puro de la montaña danza en mis oídos, casi silenciosamente descendemos la escarpada pendiente.
Alcanzar con mis propios pies la tierra es el éxtasis. ¡He logrado salir bien librado de esta! Pero mañana será la revancha de Jehová, y habrá tiempo para el justo ateísmo.
Una visita al Exconvento culminó un día magnífico. Atrio espacioso, dórico ingenuo, macizos jónicos, ángeles que enmarcan a la Virgen, los brazos sostienen al bebé Jesús sonriente, en tanto que su madre pisa la Luna. El templo otrora dominico, con dos campanarios llamará pronto a la misa de Nochebuena. Y es así que en la Nueva España, para los oficios de Navidad de 1689, Sor Juana Inés de la Cruz escribió unos villancicos de los que extraigo el estribillo del Segundo Nocturno:
1.- Pues mi Dios ha nacido a penar,
déjenle velar.
2.- Pues está desvelado por mí,
déjenle dormir.
1.- Déjenle velar,
que no hay pena, en quien ama,
como no penar.
2.- Déjenle dormir,
que quien duerme, en el sueño
se ensaya a morir.
1.- Silencio, que duerme.
2.- Cuidado, que vela.
1.- ¡No le despierten, no!
2.- ¡Sí le despierten, sí!
1.- ¡Déjenle velar!
2.- ¡Déjenle dormir!
El hombre es el sueño de un Dios desconocido. En una de las ventanas del mirador han montado un telescopio desde el cual puede contemplarse la pirámide del Tepozteco. En aquella espaciosa veranda de vetusta roca no pude evitar recordar la compañía de mi recientemente fallecida directora espiritual, en el lejano Tepotzotlán.
Al amanecer, encantado como estoy, invito a mi hermano a un nuevo viaje al Sur. El riachuelo que labró la cañada en la que está situado el segundo Cerro del Chapulín se ensancha al final del parque, y ahí atracan unas lanchitas que, en aparente tranquilidad, conducen a los viajeros por un lago que culmina en una cascada de doce metros de altura. Con audacia, mi hermano navega por el borde de la cascada. Allá abajo, un ahuehuete solitario preside una islita. ¡Este año he visto muchos ahuehuetes!
Ahuehuete quiere decir “viejo del agua”. En el Bosque de Chapultepec, la fronda de un ahuehuete acompaña silenciosa un ebúrneo monumento dedicado a mi amada Sor Juana. No falta quien afirme que este ejemplar, amigo de la broncínea imagen de la poetisa, tiene setecientos años. Una enredadera juega a ahorcar a su anfitrión. El árbol de la Noche Triste, bajo cuyas ramas el conquistador español Hernán Cortés lloró su derrota, era también un ahuehuete. Unos cohetes lo incendiaron hace algunos años. Quizá nadie se haya dado cuenta de que veinticuatro ahuehuetes rodean la fuente de la Diana, en el Paseo de la Reforma. En alguno de mis paseos diarios, yo he abrazado a algunos de ellos. Ahuehuete imponente, el árbol del Tule, en Oaxaca, quizá sea tan viejo como el cristianismo: sostienen los entendidos que tiene dos mil años, y es el árbol con el tronco más grueso del mundo: 14,05 metros de diámetro.
Tras bordear el apartado ahuehuete el río continúa su curso cantarín. El rastro del arroyo se pierde entre las rocas y la selva. Arriba, el agua tranquila se refleja entre los árboles en cristales danzarines y mágicos. Yo nunca había visto esos centelleos. Un polluelo y su mamá pata nos siguen. También nos grazna un pato gruñón, quizá el padre del patito. Aquí y ahora, todo es paz y alegría. ¡El mundo está lleno de dioses! Eolo, Coros, Flora, Pan y Siringa nos acompañan. Éste es el ambiente en el que sor Juana nos hace reyes cuando nos regala las siguientes melodías de notas breves:
Porque cantando las Aves,
süaves,
y las Flores más tempranas,
ufanas,
y los Árboles valientes,
lucientes,
y las Fuentes halagüeñas,
risueñas,
dando de su afecto señas
a sus luces soberanas,
con hacerle salva…
Nacido en un desierto, hijo de una espantosa abstracción, ajeno a las impresiones de las ninfas de los ríos y enemigo de los más radiantes colores, el tenebroso Jehová nunca ha podido soportar tanta belleza. Tiene razón el ilustre científico Richard Dawkins cuando lo llama “El personaje más desagradable de toda la literatura. Celoso y orgulloso de ello, un mezquino, injusto e implacable enloquecido fuera de control, un injusto vengativo siempre sediento de sangre, un sulfuroso megalómano, sadomasoquista, caprichoso y malévolo matón". Pero Dawkins se equivoca cuando dice que Jehová es un espejismo. Jehová es realmente un ser celoso y cruel, quien siempre acecha como un cazador furtivo, dispuesto a atormentar con el ridículo a aquel que ha escogido como su víctima.
¿Se trata de un lago o de un arroyo? A mí me parece que la naturaleza no se ciñe a categorías estrictas de rigidez artrítica, y más pronto o más tarde, se escapa de nuestras clasificaciones. El arroyo refleja mi imagen. Mi hermano comenta que el fondo del lago está bastante cerca; pero yo sé que se trata de una ilusión óptica. El fondo indiferenciado del mundo está mucho más próximo de lo que parece. El día es tan sólo un espejismo de los sentidos. En el mundo-verdad jamás ha amanecido.
En su genial obra poética, auto sacramental culmen del barroco, El Divino Narciso, sor Juana fundió la figura del generoso Cristo con la del ególatra griego. Es así que al ver su imagen reflejada en el abismo del mundo, el divino Narciso muere ahogado para redimir el amor por su creación. Eco, Satán acústico, mimo de Dios, es en el poema una hermosa pero imperfecta réplica de la omnipotente pluma de la madre Juana. Narciso es la Idea, y Eco es su pálido y paródico reflejo:
ECO y NARCISO viendo que quiera tu amor.
NARCISO ¡Si ves que siempre he de amar
ECO Amar. NARCISO y que he de estar en un ser;
ECO Un ser.
NARCISO que aunque juzgas inferior
ECO Inferior.
NARCISO el objeto de mi amor
que tu soberbia desdeña,
mi propia bondad me enseña
ECO y NARCISO amar a un ser inferior!
Una barca a la deriva es lo que ahora nos transporta, y de la nada, nuestra embarcación hace agua con rapidez pavorosa. No hay modo de achicarla, y en tanto que mi hermano sabe saltar a tiempo, la maldita lancha se vuelca sobre mi cabeza. Caín y Abel han caído al agua. Mi hermano, un año menor que yo, sabe nadar, y sin ningún problema se las arregla solo para alcanzar la orilla, donde tras un épico y muy elegante chapuzón, es recibido por un improvisado público con vítores y aplausos. Hasta creo recordar que Píndaro, resucitado, recitó para mi hermano una de sus más preciadas Ístmicas:
Con la gracia divina,
llenaré de una y otra los deseos,
entre gente marina
cantando a Febo en Ceos,
y en Corinto los ístmicos trofeos...
En ridículo contraste, yo soy el tercer error de Dios. Desesperado, toco la lancha encallada, y arrastrado por mis manotazos, me sumerjo en las lóbregas aguas del lago. Cuando mi cabeza logra salir a la superficie del estanque, suplico ayuda a gritos, sujeto a una embarcación que supongo que se hundirá en cuestión de instantes. ¡No sé nadar! Afortunadamente, no pido la ayuda de ningún poder celestial. Si me han de salvar, tendrá que ser alguno de los hombres. En medio de la espuma, de las brazadas sin sentido, de mis gritos de pavor, Dionisos pasa carcajeándose.
Desde niños, mi hermano me llama Cacho. Y muy cerca de mi oído, escucho la voz serena de mi hermano, que me advierte: “¡Cacho, estás flotando!” Pero en ese momento no confío ni en el chaleco salvavidas que llevo puesto. Bajo mis pies, más de doce metros de una columna de agua amenazan con tragarme. El fondo del lago es un amasijo de ramas y lodo que impedirían salvarme si me atrapase alguna planta acuática. Soy un titán de talla cósmica que ahora es castigado por un Zeus inmortal. Prometeo es atado a las lianas del espanto y lo ridículo, aquello que Nietzsche llama “la descarga artística de la náusea de lo absurdo”. Si bien nunca me estuve ahogando, sí llegué a creer que moriría. Siempre he deseado morir de un infarto fulminante que me sorprenda mientras duermo, así, calientito en mi cama, antes de cumplir cuarenta años, para que la vejez no me humille con sus decadencias. No saber que voy a morir es uno de mis más caros sueños. Pero el malvado Jehová es ahora el dueño de la situación. ¡Al saberme primogénito, en su enloquecida soberbia me ha confundido con Caín! Por eso tiene mucha razón Saramago cuando recientemente se ha preguntado: “¿Qué diablo de Dios es éste que para enaltecer a Abel desprecia a Caín?”
No tarda en llegar la ayuda. El hombre que nos alquiló la lancha me extiende un chaleco salvavidas extra, y me arrastra de a muertito a la orilla. Nadaremos unos instantes. No necesitan reanimarme, pues no tragué agua en absoluto. Pero mi alma está más que muerta, y al tomar tierra, en medio del estupor trato de comprender por qué este mundo está bajo el imperio de un viejo envidioso y sangrón. Y sin embargo, aquella tarde, Jehová no pudo matarme, pues un hombre me salvó.
Al terminar mi estricto bautismo por inmersión, los cielos se nublaron, y en mi delirio creí escuchar una voz del cielo, que con voz jocosa recitó las siguientes palabras de Franz Kafka: “Yo jamás llegaré a la edad madura. Cuando sea viejo, me convertiré en un niño con el cabello blanco”.
También perdí mi teléfono celular y mis lentes, por lo que escribo esto con mucha incomodidad.
Enlaces de interés:
La Walkyria en Wagnermanía
"Pues mi Dios ha nacido a penar", versión musicalizada
Un breve ensayo sobre El Divino Narciso