viernes, 30 de abril de 2010

Leyenda del Quinto Dinamo

Enrique Arias Valencia

“Quienes caminan por la senda espiritual conocen la importancia del perdón, pero entre nosotros hay personas que necesitan un paso previo antes de poder perdonar totalmente. A veces, al niño que llevamos dentro, para sentirse en libertad de perdonar, le hace falta primero vengarse”.
Louise L. Hay


Fueron los científicos del porfiriato quienes diseñaron el proyecto que permitiría a cuatro fábricas aprovechar la energía del río la Magdalena, entonces muy lejos de la urbe, hoy herido por los desvaríos de la civilización.

En el río se cumpliría el lema que quiso hacer suyo el presidente Díaz: “amor, orden y progreso”; tríada positivista que por desgracia no llegó a toda la población; sólo a unos pocos privilegiados.

Hace quizá veinte años, formé parte de una excursión de la Parroquia de la San Juanita a este bello parque, enclavado en la sinuosa corriente del río que corre a lo largo del valle que conforman el Cerro del Judío y el Monte de las Cruces.

Hace unas semanas, mi hermano dirigió la expedición hasta allá. Comenzamos el trayecto en La Cañada, y alcanzamos el edificio que aún conserva el Primer Dinamo, donde nos detuvimos a comer, y por la tarde fue oportuno desandar el camino.

Al volver pude descansar en varias de las enormes rocas, que parecen recibir mi espalda con agrado, pues su suave contorno es una invitación al reposo.

Y ahí, a la sombra de los encinos, en medio de un reparador sueño, fui despertado por una anciana del bosque, quien en medio de susurros, me confió un secreto: allende los pinares y los abetos, contracorriente del río, se encuentra un espléndido valle formado por la Magdalena.

Ahí se ensancha el río, y tras correr impetuoso, se precipita en una enorme cascada, para continuar su curso convertido en una corriente más tranquila, cantarina entre las rocas. En el valle he creído ver una mariposa verde; pero se trata de la hoja de una pequeña planta agitada por el viento, que al fin me parece una garra de león.

Cuando llegué al lugar, me sorprendió ver una añeja construcción que ostentaba un descolorido letrero, que a la sazón decía escueto: “Quinto Dinamo”.

El hombre, heredero de Prometeo, había desencadenado en el siglo XIX el poder de los dinamos con el fin de aprovechar la colosal fuerza del río y transformarla en un moderno rayo. Ahora tenía frente a mí el orden perfecto de la fábrica textil, rodeada por una fronda que no aparecía en los mapas, pero que hablaba de la vana promesa del progreso.

Un lejano relámpago iluminó la escena. El Sol poniente había sido devorado por los nimbos, desbocadas nubes de tormenta.

Al descubrirse el bosque, en un claro se forma una corriente, que de ancha pareciese un lago. Lejanos halcones saludan a sus presas. En la orilla del lago, cientos de niños juegan con las aguas cristalinas, cuyas gotitas dejan traslucir el esplendor de una naturaleza armoniosa por causa de las reglas de la evolución del universo…

Murmullo de primavera, en esta naturaleza feliz, no puedo evitar evocar a la ausente Lísida. Ella sabe que mi corazón siempre le pertenecerá. “Amor”, me dijo alguna vez; meses después me abandonó.

Tomo un libro que ella me había regalado. Es una antología de cuentistas diletantes, gente que ama escribir. Lísida me dedicó uno de los ejemplares, uno de cuyos cuentos es suyo. Cuentos ordenados en una elegante colección.

De pronto, tengo una visión. ¡Son cientos de páginas, son cientos de niños, cientos de gotitas de agua y cientos de cuentos!

No puedo resistirme, y arranco una página, y formo un barquito de papel con uno de los cuentos. Una niñita se acerca, y me pide que le haga una papirola naviera. Después es otro infante, y otro, y otro…

A continuación, sostengo en mis manos la dedicatoria que Lísida me escribió con sus propias manos en una blanca página del comienzo librito:

“Maestro, amigo, alma fiel, fecunda compañía, y todo. Si el cuerpo crece y el árbol puede llegar a ser adulto, los juegos no. Esos, maestro, no crecen. Trascender la realidad por medio de la imaginación, concederle el juego a la vida. Ese es el iluminado, el que prende la esperanza del juego. ¿El mago? El que hace realidad el sueño del iluminado”.



¿Acaso es un juego todo esto? Al menos así lo creen los pequeñuelos que me acompañan en esta aventura de papel naviero. Ninguno de los niños está en edad de leer, y no sabe que me estoy deshaciendo de un tesoro que ya no quiero conservar.

Soy yo quien arroja a la corriente el barquito que formé con la dedicatoria escrita de puño y letra de Lísida. La tinta recobró su frescura al entrar en contacto con el agua, y formó un manchón negruzco en torno de la transparente dulzura líquida.

Los barquitos son arrastrados por la rauda corriente. Es una danza que profana la literatura, una curiosa afrenta de primavera. La cascadita los devora, y el blanco papel se confunde con la blanca espuma. Ninguno sobrevive a la caída, y el agua clara sigue indiferente su recorrido como si los barquitos nunca hubiesen navegado en el río la Magdalena.

Es un espectáculo de breves instantes, un himno de amor a la ausencia, pero también, una cándida venganza contra la fantasmal Lísida, quien sin tocarse el corazón, me abandonó un atardecer invernal, el primero de mi alma.

domingo, 25 de abril de 2010

Chabelita y yo



Chabelita y yo, en Xochimilco, Bosque de Nativitas

miércoles, 14 de abril de 2010

Para Fanor, aquel atardecer en el Austral

Enrique Arias Valencia

¿Te acuerdas de aquella tarde, cuando robamos sendos corceles y por unos instantes pudimos escapar de la mirada inquisidora de Dios, y fuimos libres en un bosque de lejanas ninfas cuyo recuerdo atesoraré como un desafío burlón al orden estricto de la eternidad?

Tú supiste imprimir más brío a tu rocín, en tanto que el mío, como el lucero vespertino, sólo fue una alazana que te seguía en lontananza…

¡Y sin embargo te agradezco que te hayas atrevido a desafiar al eterno gruñón, y así pudimos hacerle un guiño a la felicidad que Dios, en su terco egoísmo, está siempre dispuesto a arrebatarnos…!


¡A continuación, mira, pues amigo, cuánto se asemeja nuestra vida a los mundos que Diego imagina!

¡Si bien Jean buscaba a un sabio, y nosotros escapábamos de un tirano!




Ilustración tomada de Los Mundos Imaginarios de Diego Cárcano, en la cual nuestro amigo recrea un emocionante pasaje de los Viajes de Jean Mandeville. Me impresionó gratamente que los personajes literarios retratados por Diego montaban corceles cuyo color recordaba el de los de un amigo mío y yo en reciente correría por uno de los bosques del Sur de la Ciudad. ¡Hasta el lucero del jinete que trota con demora estaba ahí! ¿Sincronismo o coincidencia poética? ¡Arte visual!

lunes, 5 de abril de 2010

domingo, 4 de abril de 2010

Viaje a Tepoztlán 3



En la cañada

Bosque mesófilo de montaña


sábado, 3 de abril de 2010

viernes, 2 de abril de 2010

Todo nietzscheano es megalómano

47

Creerse Dios es consecuencia de una infancia feliz.
El trabajo de un irracionalista es siempre divertido.
La pareja que nos abandona nos precipita en el Calvario.
Ésta es una religión sin resurrecciones.

jueves, 1 de abril de 2010

Viaje a Tepoztlán



Árbol de tronco viejísimo, este enorme ahuehuete partido por un riachuelo es el portón más natural para recibir al viajero que busca comulgar con el espíritu de nuestros antepasados indígenas.

Enrique Arias Valencia, Plenitud de Tepoztlán; tragicomedia de Cuauhnáhuac