sábado, 22 de enero de 2011

Museo Dolores Olmedo Patiño

Enrique Arias Valencia

Tú que con una lanza de fuego
has roto el hielo de mi alma
y la empujas hacia el mar espumoso
de sus más altas esperanzas,
cada día más claro y más sano,
libre en una sujeción amable,
por eso ella celebra tus milagros,
¡oh mes de Enero, el más hermoso!

Friedrich Nietzsche



Amanecer en mi cuartito, en un mes de feliz memoria, el más bello mes de enero, tuve a bien dirigir mis pasos hacia el sur, y llegué a Xochimilco. Lo que sucedió allí encantó tanto a mi alma, que fue dado a mi parecer repetir la experiencia durante tres días espaciados en dos fines de semana. Ésta sería una crónica de mi aventura. Empiécela la memoria, empiécela con prudencia. ¿Qué es la memoria? Me ha acompañado Sor Juana, y en la Inundación Castálida, la Musa Décima sostiene, que la memoria dice de sí misma:

Yo soy el archivo, yo
depósito donde encierra
de sus especies, el Alma,
los tesoros y riquezas;
y así, infórmate de mí,
para que tú después puedas
persuadir la Voluntad,
sin que el orden se pervierta.


Y mi archivo me inunda con gratos recuerdos. ¿Qué aloja mi depósito? Me presento así ante las puertas del Museo Dolores Olmedo Patiño. Portón grande, arco de piedra. A la izquierda, una discreta fuente nos recibe en la entrada, hoy adornada con flores de cuetlaxóchitl, que algunos han querido ver como flor de Nochebuena. En el anchuroso jardín el pavo real vibra durante el cortejo. Sobre las ramas del ahuehuete se han posado un par de pavo reales. Y es hora de entrar al edificio. La primera pieza que admiro es de Diego Rivera. Una pintura llamada La noche en Ávila, de 1907. Tras la fronda de los fresnos, talud del monte, una ventana de luz encendida en medio de la noche oscura del alma. En lontananza se alza la torre románica de la esperanza.

Varias piezas después, amén de salas, me cautiva el retrato de Pita Amor, de 1949. Óleo sobre tela, la Undécima Musa, Pita Amor está sobre un fondo verde, quizá de madreselva. Encaje y holanes del vestido blanco, los labios rojos y el cabello castaño, de bucles infinitos. Los ojos, cafés, siempre expresivos. Asombro de la hermosa poetisa que se descubre filósofa, que se descubre atea. Las cejas arqueadas, los ojos grandes, los aretes como almendras. Es la sorpresa de saberse finita, expresada en una rima inmortal:

I

Dios, invención admirable,
hecha de ansiedad humana
y de esencia arcana,
que se vuelve impenetrable.
¿Por qué no eres tú palpable
para el soberbio que vio?
¿Por qué me dices que no
cuando te pido que vengas?
Dios mío, no te detengas,
¿o quieres que vaya yo?




VIII

No creo en ti, pero te adoro.
¡Qué torpeza estoy diciendo!
Tal vez te voy presintiendo
y por soberbia te ignoro.
Cuando débil soy, te imploro;
pero si me siento fuerte,
yo soy quien hace la suerte
y quien construye la vida.
¡Pobre de mí, estoy perdida,
también inventé mi muerte!


Las Décimas a Dios son de 1953, apenas cuatro años después de que Diego Rivera pintara el retrato de Pita Amor que hoy admiro. Pita me roba el alma porque es mi propia alma: contradictoria, buscadora de Dios, atea, agnóstica, insatisfecha del mundo espiritual. El lesbianismo de Pita Amor es mi ambivalencia espiritual: soy totalmente ateo, no agnóstico, como Dawkins; pero por ese mismo hecho terrible, soy un adorador del Dios sempiternamente desconocido. Ahora estoy frente a las esculturas de marfil. Gordo, calvo y sonriente. ¿No es el Buda chino un bebé pícaro? Y es hora de pasar de nuevo al jardín.

El 9 de enero de 2011, en el foro al aire libre del Museo Dolores Olmedo Patiño se presenta la Orquesta Típica Añoranzas. Todos los mexicanos son nostálgicos. Yo soy mexicano. Luego, soy nostálgico. Por eso me arroban las obras que esta orquesta interpreta. De entre los tesoros y riquezas, destacaré las siguientes piezas:

Polka mexicana anónima: “Tris tras”.
De Agustín Lara: “Novillero”.
De Miguel Lerdo de Tejada: “El Faisán”.

El director nos comenta que las “Blancas mariposas” a las que se refiere la canción homónima son unas orquídeas en las que los enamorados tabasqueños se escribían poemas. ¿Lo harán todavía? La poesía es de José Claro García, escrita en Villahermosa, Tabasco, el 21 de septiembre de 1918. La música es de Cecilio Cupido. La música vernácula se atreve a decir las cosas con valiente nostalgia. Es así que, por su parte, la canción “Un viejo amor” sentencia valientemente:

“Por unos ojazos negros
igual que penas de amores…”


En emoción contraste, a pocos metros de mí, el orgulloso pavo real despliega su cola. En pleno invierno es época de celo. El pavo real hace vibrar su cola en forma majestuosa. He dicho al comienzo que quedé tan encantado con el lugar, que el fin de semana siguiente volví. Y en mi querido patio de recreo, mi archivo quiere advertir al entendimiento. El 15 de enero es el turno de la Marimba Nanishe, palabra que en zapoteco quiere decir “sabroso”.

Popurrí chiapaneco.
Gerardo Tamez: “Tierra mestiza”. Nostálgica.
Son istmeño de Oaxaca: “La bruja”. Otros sostienen que es de Veracruz.
Rubén Fuentes: “La Bikina”.
“Chiapas”, de Alberto Domínguez.
Son abajeño “La calandria”.
“Rascapetate”, de Chiapas.
Chilena de Oaxaca: “Pinotepa”.
Danzón chiapaneco “Juárez.
Son istmeño adoptado por chiapanecos: “La tortuga del arenal”.
Agustín Lara: “Danzones”. 1° clave, 2° güiro, 3° bongós.

La marimba es acompañada por caja, pandero, claves, maracas, bongós, güiro, batería y bajo eléctrico. A la una de la tarde del domingo 16 de enero es el turno de Danzaura: un grupo de danza regional mexicana. Y hete aquí que durante uno de los números, varias bailarinas descienden hacia el público, y en suerte soy invitado a bailar un son jarocho. Si bien nada sé de pasos de baile, sé por experiencia propia que un nuevo dios, hasta hoy desconocido, habla por medio de nuestro cuerpo.

En una de las dos Ofrendas de Día de Muertos, que han durado hasta enero, vemos que durante la Guerra de Independencia la Virgen de Guadalupe se enfrentaba a la Virgen de los Remedios. Alguna vez, en mi lejana infancia, mi padre me comentó que cuando se libraba la Independencia de México, ambos bandos acostumbraban capturar y fusilar a la Virgen estandarte del rival. Por eso no puedo ser tan ateo como mis hermanos ateos, porque yo sé que la Virgen de Guadalupe es símbolo de la resistencia de la nación frente al poder invasor, y eso desde tiempos de la Conquista. La fuerte espiritualidad de los antiguos mexicanos fue una de las razones de que los conquistadores españoles impidieran a los indígenas tomar cargos religiosos, cosa que J.-M. G. Le Clésio señala en El sueño mexicano o el pensamiento interrumpido:

“La consecuencia de esta exclusión es la desconfianza que los religiosos españoles sienten por todas las manifestaciones populares de la fe cristiana en el Nuevo Mundo, empezando por el culto a la Virgen de Guadalupe”.


Porque para escándalo de creyentes y ateos, bien mirada, en la Virgen de Guadalupe se presentan lo humano y lo divino como una y la misma cosa. Sus ropas están adornadas por símbolos prehispánicos: el nahui ollin y el tépetl, por ejemplo. Nahui Ollin es símbolo de movimiento, el Quinto Sol, el nuestro. Tépetl es cerro, como el Tepeyac donde auténticamente se apareció la Virgen de Guadalupe en 1531. Espiritualidad autóctona. La veneración a la Virgen de Guadalupe es algo más que el culto a una tilma. Es danza extática, música estruendosa, delirio de devoción encendida. Es, desde luego, la larguísima peregrinación desde los más remotos lugares. Entre los pueblos nómadas del México antiguo, a los dioses se les cargaba en la espalda. Alguna madrugada, yo he visto a ciclistas cruzar la Calzada de Tlapan con un enorme retrato de la Virgen de Guadalupe en la espalda. La Virgen de Guadalupe es, le pese a quien le pese, Tonantzin, nuestra madrecita, la Tierra y la Señora del Cielo, que sólo habla a los iniciados en los más grandes misterios, en tanto que para los gentiles, sólo es tierra muda que nada les dice. Siguiendo este orden de ideas, muy a pesar de su ateísmo, Diego Rivera y Frida Kahlo celebraban el Día de Muertos con una ofrenda. La Ofrenda de la entrada del Museo Dolores Olmedo Patiño es un homenaje a su fundadora y al México artístico. Aquí, en el museo, entre incontables figuras de xoloitzcuintle, vivos y de barro, danzando entre dioses arquetípicos, extraviado entre muestras olmecas y zapotecas, sé que estoy rodeado por mis dioses, los dioses de los antiguos mexicanos, a los que hay que celebrar con flor y canto. Nezahualcóyotl lo ha dicho por nosotros:

¡Oh, valeroso señor nuestro,
debajo de cuyas alas nos amparamos,
y defendemos, y hallamos abrigo;
tú eres invisible, y no palpable,
bien así como la noche y el aire!
¡Oh, que yo, bajo y de poco valor,
me atrevo a parecer delante de Vuestra Majestad!


Con ensalmos y encantamientos, se trata de un dios que huye de nosotros, que se desvanece con la llegada del ocaso. La tarde es el reflejo del amanecer. Yo soy un sueño que sufre la ponzoña del alba. Y en esta noche sin término, Dios es poco menos que una sombra fugitiva.

Bibliografía Web:

Sanctus Januarius

Sor Juana

Pita Amor

Blog de San Álvaro

sábado, 1 de enero de 2011

La búsqueda épica de la bebé pícara

Enrique Arias Valencia

Preludio

El primer pícaro de la lengua española fue Lazarillo, un niñito que guiaba a un ciego a cambio de exigua paga. Quizá pícaro provenga de pécora, que en latín significa ovejita, y de ahí pequeñito. Una pequeña ingenuidad. Luego, por esos espantosos reveses de la lengua, la picardía pasaría a ser lo contrario de lo que señalaba su origen. Sin embargo, nosotros romperemos una lanza por la inocencia: pícaro es un niñito capaz de hacer una diablura que enternece.

Lo mismo haremos con épico. No se trata de la cuenta y razón de un montón de dioses que se enfrentan por el domino del mundo, pues el bardo sentenciaría: Que si con su sangre se hicieron los ríos, que si al desollar a la diosa apareció el cielo y que si con las descuajadas tripas de quién sabe qué Dios omnipotente un diosecillo sangrón hizo nuestro corazón… No. Épico significará barroco, y no titulé así el post porque épico cuadra con las demás ideas centrales, y por estética no podría haber sido “la búsqueda barroca de la bebé bonachona”, pues bonachón es un término demasiado tosco para referirse a la ternura. Al menos en el contexto cultural en el que vivo, un niño puede ser un pícaro sin ofender a nadie, y sí puede regalar un instante de ingenuidad en este mundo tan falto de amor.

La Ciudad de México

Una tarde que el recuerdo de la ingrata Lísida me atormentaba sobremanera, el destino me llevó a una estación del Metro. Ahí, de la nada llegó una pequeña niña, quien, ajena a los prejuicios de los adultos, se acercó a saludarme. Su sonrisa inocente alejó de inmediato la amargura de mi rostro. Ese día nos hicimos amigos. Junto con su abuelita, sus papás y hermanitos, la bebé y yo vivimos cientos de aventuras. Una de las más significativas, y que ya comenté en otro lugar, iba más o menos así: Los niños tienen cierta magia que puede hacer descubrir de nuevo las bondades de la vida. Es así que he podido ver, en silencio, los juegos de estos tres hermanitos. Por ejemplo, una vez los niños estaban en el puesto de dulces de su abuelita, cuando pasó una muchacha con un girasol. La chica se detuvo frente al puesto y preguntó: “¿Son sus nietecitos?” La señora contestó que sí. La joven dijo: “¿Puedo regalarles un pétalo?” La abuelita contestó también que sí; y la muchacha desprendió tres pétalos, uno para cada niño. La joven dijo entonces a la señora: “Que Dios le conserve siempre sanos a sus nietos”, y se fue. Los niños estuvieron entretenidos con los pétalos un rato, hasta que se secaron. La bebé sostenía su pétalo con cuidado, lo mantenía entre sus pequeñas manos mientras jugaba en los alrededores del puesto, hasta que el petalito se marchitó.

Meses más tarde, la bebé con su familia partió hacia Puebla, un estado del centro de México, que a pesar de su relativa colindancia con mi ciudad, a mí me parecía muy lejano. Me quedé solo de nuevo.

De México a Puebla

Meses atrás, uno de los hermanitos de la bebé me había dicho el nombre de su pueblito de origen. La señora de los jugos me comentó que ahí la familia había puesto una papelería. Tras un año sin ver a la niña, un día me decidí a visitarla. En la central de autobuses me enteré de que para llegar al pueblito era necesario antes visitar la ciudad de Puebla, pues desde la Ciudad de México ningún autobús llegaba hasta la diminuta aldea.

Una vez en Puebla me enteré de que en realidad, de ahí partían unos autobuses que no arribaban al pueblito, pero alcanzaban otra ciudad de la que salían otros autobuses que ahora sí, me aseguraban, entrarían en el pueblito.

De Puebla a Huejotzingo

En el trayecto a Huejotzingo fue el encanto de Cholula. Dicen que a la ciudad la adornan trescientas sesenta y cinco iglesias, una para cada día del año. No sé si sean tantas, pero a mí me alegró el corazón ver tantísimos torreones elevarse airosos en medio del caserío, y de los enigmáticos cerritos que pueblan la ciudad. Me prometí que al regresar de mi visita de con la bebé, visitaría a su vez aquel bello lugar.

Huejotzingo fue un regalo de la búsqueda de la bebé. El colosal exconvento de San Miguel Arcángel se alza con cierta dignidad elefantina en medio de la nada. Sus almenas triangulares son símbolos indígenas trasplantados a un templo cristiano. Y sin embargo, su aire grandioso se ve ensombrecido por el presente. Hoy ya casi nadie cree en Dios, y el templo lo sabe. Lóbrega por oscura, la única y elevada nave del templo ostenta unos murales del siglo XVI con certera mano huejotzinca. El altar luce una luz tenue y amarillenta.

De pronto, es la vida del barroco. El hombre que barre el atrio me cuenta la historia del convento de Huejotzingo. Me habla del plateresco, de los franciscanos y de los dominicos. Por unos instantes, el canto rosado del templo pareciera cantar al compás de su glosador. Al cordón franciscano lo acompaña el bicolor dominico. Cuando todo termina, la roca se hace otra vez muda. A cambio, a mi guía le entrego unas monedas.

Me invitan a pasar al museo, pero tengo un compromiso con la búsqueda de la bebé. Me despido de Huejotzingo con un ademán nostálgico.

De Huejotzingo al pueblito

Si bien en el mapa parecieran estar cerca, en la realidad los separa un campo casi llano, con algunos reveses de carretera incomprensibles. El pueblito yace oculto tras unas enormes parcelas polvorientas.

Sólo Dios pudo interceder para que yo diera con la papelería sin saber la dirección de la calle donde se asienta. Los niños jugaban en el interior de una casita que ellos habían improvisado con tela. Sus voces se escuchaban risueñas y entretenidas en quién sabe qué diálogo.

La abuelita, al verme, exclamó: “¡Niña, sal a ver a tu padrino!” Los niños me saludaron sorprendidos. Les pregunté si recordaban quién era, y el menor dijo: “Sí. Es el señor de México”. Sonreí ante la involuntaria comparación con Hernán Cortés. La niña me extendió un teléfono celular de juguete. El mayor de los niños me preguntó: “¿Es usted Santa Claus?” Su pregunta incluye el carácter de mi aparición misteriosa. Los niños saben que su pueblo está muy lejos de México. ¿Cómo supe dónde estaban? Sólo Santa Claus lo sabe, pues él tiene la dirección de todos los niños buenos. El niño menor fue quien disfrutó más con mi visita: le di varias vueltas en el aire tomándolo de los brazos. En la papelería, la niñita se entretenía haciendo mover un listón, y miraba atenta sus cadencias. La curiosidad infantil es el nacimiento de la vocación científica, y siempre debía ser alentada.

La familia me invitó a comer, pero no acepté, pues se haría tarde y en el pueblito no había hotel.

Supe que el papá de la niñita había emigrado a Estados Unidos para buscar trabajo, y a la fecha no había regresado. Por mi parte, fue la última vez que vi a los niños.

Del pueblito a Cholula

Cuando volví a pasar por Cholula, decidí apearme para conocer la ciudad. Los templos tienen diseños imaginativos, algunos con infinidad de torres y campanarios, almenas y alcázares enormes; otros diminutos, sencillos en su portadilla en la cima de cerritos. Meses más tarde, en Alpuyeca, creo resolver el misterio de los cerritos. El interior de uno de los templos cholultecas parece estar vagamente inspirado en el patio de la Alhambra, con su interminable serie de arcos filigrana y columnas de ancho capitel; aunque aquí no hay un patio central, sino el pasillo del altar mayor. En el atrio crece un enorme fresno, como aquel que sostenía el mundo.

Y de pronto, para mí es el buscar cómo llegar a la Pirámide de Cholula. Dicen las malas lenguas que la de Cholula es la pirámide más grande del mundo, pues algunas de las iglesias que la rodean, están en sus faldas. Incluso, los frailes cortaron uno de sus costados para trazar la carretera que se dirige a Puebla. Es así que debajo del nivel del suelo, ahí está el enorme teocalli, que así se dice en náhuatl.

Alguna vez escuché que por eso hay tantos templos en Cholula: fue un intento desesperado por exorcizar a los antiguos dioses, titanes de la Tierra, que por su tamaño, asustaron a los misioneros católicos. Al no poder derribar la enorme pirámide, en la cima construyeron un templo dedicado a Virgen de los Remedios.

Camino en el interior de la pirámide. Las largas galerías dan la impresión de interminables. Estoy en la matriz del mundo, de donde todo brota y a donde a veces yo quisiera volver a la brevedad posible. No se trata de un laberinto, sino de largas cámaras que no están dispuestas a anunciar la luz del día.

Una vez en la superficie, en la gran plaza con sus estelas solitarias, me doy cuenta de que no puedo ser ateo, aunque tampoco cristiano. Los dioses no están ausentes, están aquí, cientos de ellos, en su silencio esplendoroso. La tranquilidad del lugar me asombra y arrebata.

De Cholula a Puebla

Es el éxtasis de la revelación. Cuando examina la obra de los primeros misioneros que estudiaron el universo indígena, Le Clézio sostiene en El sueño mexicano o el pensamiento interrumpido: “Eso es precisamente lo que más asombra a Bernardino de Sahagún de estos ritos y fiestas: la presencia física de los dioses en medio de los hombres”. Para mí, los dioses se revelan en toda su terrible majestad en el seno perenne de su ausencia. Por eso al barroco seguirá el neoclásico. Es un intento racional por vencer la desmesura de la contradicción. En vano.



Antes de ser condenada al silencio, sor Juana envió una carta a su amigo, el obispo de Puebla. La carta es una hermosa defensa del derecho de las mujeres a estudiar, y es prosa poética que ensalza todas las ramas del conocimiento humano. En ella, sor Juana sostiene: “Yo no estudio para escribir, ni menos para enseñar (que fuera en mí desmedida soberbia), sino sólo por ver si con estudiar ignoro menos. Así lo respondo y así lo siento”. La pluma de sor Juana es clásica en su mesura, clásica en su exposición, clásica en su claridad, y por todo esto es un clásico de la literatura novohispana. Alguna vez, cuando la bebé vivía en México, me arrebató un ejemplar de la carta de sor Juana. En la portada, enseñé a la bebé a identificar el retrato de su autora.

Bajo el amparo del clasicismo, Manuel Tolsá trazaría los planos de la Catedral de Puebla. Alguna vez mi padre me comentó que una copia de los planos de la Catedral de Puebla fueron enviados por error a la Ciudad de México. Por eso, ambos templos son casi idénticos, si bien los campanarios de Puebla son más altos. ¡Sólo la Virgen pudo haberlos asistido para subir las campanas! Y campanas enormes coronan campanarios enormes. Tres naves las hacen de planta basílica. El ciprés de Puebla sí cubre el altar mayor. En México, el ciprés caído nunca fue sustituido. Racimos dóricos, puerta del jubileo: ¿estoy en Puebla o en México? Neoclásicas ambas, ordenadas de dórico a jónico, y de ahí a corintio, estas catedrales rivales tratan de persuadirnos de que los viejos dioses de los naturales han muerto. Pero en el fondo de mi corazón, allá, en el silencio de mi lectura, he podido escuchar a Le Clézio cuando comenta un ritual mesoamericano. Los dioses piden sangre, y sangre recibirán:

“Se sacrifica y desolla a dos cautivas, y los sacerdotes, vestidos con las pieles de éstas y enmascarados, bajan los escalones de la pirámide mientras el pueblo exclama: «¡Llegan nuestros dioses! ¡Llegan nuestros dioses!»”

Al patentizar a lo divino, la épica termina por hacerse lo que dice su poesía. Es muy extraño estar en la punta de la pirámide de Cholula y contemplar el Popocátépetl a la izquierda y el Iztaccíhuatl a la derecha. ¡Literalmente he atravesado el espejo! Allá abajo, suenan interminables las campanadas de innumerables iglesias. No me ofende su pícaro repicar, pues esta misma tarde, en medio de los giros de brazos, la bebé, sus hermanitos y yo compartimos un breve instante de felicidad, arrebatada a dioses que sumidos en su silencio, quizá sonríen desde su inaccesible morada.