Plenilunio luminoso, la fiesta de mi graduación, tras el último sorbo de su copa de champagne, Friedrich Nietzsche hundió su vidriosa mirada en mi lánguida alma y me abrazó, para susurrar a mi cautivo oído: “Yo creería en un dios que supiese bailar”. Sus palabras excitaron sobremanera mi imaginación, y con la convicción que sólo las bebidas espirituosas pueden brindar, creí que podía complacer a mi amigo: “Eso es algo que puede arreglarse”, le aseguré, y tras pagar la cuenta, abandonamos Le troubadour, un lugar tan querido por mí y por muchos otros bohemios, algunos de célebre prosapia.
Tomé como montura a Mochocota, en tanto que il professore jineteó a Chamaco. Cabalgando entre la bruma del Down Town, no tardamos mucho en llegar a las calles de Izazaga e Isabel la Católica, en el Centro Histórico.
El secularismo ha triunfado, y lo que otrora fuese el Convento de San Jerónimo, en el que profesó sor Juana Inés de la Cruz, ahora es el Smyrna Dancing Club. El edificio, del siglo XVI, es el mismo, por lo que el patio central, do antes hacían sus devotos rondines las castas monjas, ahora sirve para que los bailarines nos dispongamos a realizar la danza entre Dios, el alma y el mundo. Al enterarnos de que entre los asistentes está un sacerdote católico, absurdamente embozado, Nietzsche y yo no podemos parar de reír. Sin embargo, mi alegría cesa cuando advierto que se trata del arzobispo Francisco de Aguiar y Seixas, pues es el hombre que celó tanto a sor Juana hasta hacerla abjurar de sus ideas de libertad y emancipación del pensamiento poético. Pero nada de esto le digo a il professore, quien está muy divertido al reparar en un hipócrita empurpurado entre los asistentes a tan animosa fiesta de medianoche. Nietzsche está tan contento que para celebrar esta velada, ha compuesto los siguientes versos:
Bailemos como trovadoresAparecerán en La Gaya ciencia. Nietzsche y yo nos burlamos de todo: de lo espantosa que es la vida y de lo ridícula que es la existencia. Le cuento el cuento del Bicentenario de mi país y él me cuenta el cuento del filósofo que estaba convencido del mundo-verdad. “¡Tan fácil que es el darse cuenta de que Dios ha muerto!”, me dice entre carcajadas. “¡Nomás hay que ver lo poco poética que es la vida de los poetas”, añado con muy poca originalidad de mi parte. Y entonces le deslizo la siguiente confidencia: “Cuando llegué a la adolescencia, mi padre me pidió que nunca visitase el Smyrna Dancing Club, asegurándome que lo que había en ese lugar me desconcertaría sobremanera. No le hice caso, y la noche de mi titulación entré, acompañado por un amigo. Es curioso, pero lo que vi le dio la razón a papá”. Mi interlocutor se sobresalta. “¿Pues, qué fue lo que te encontraste?”, inquirió Nietzsche acariciándose curioso el mostacho. “Al centro de la pista de baile, estaba mi padre”, concluí. Mientras tanto, endrinas más, endrinas menos, al fondo del escenario, intempestivamente, un par de mozalbetes toman la palabra, y recitan el villancico xvi de sor Juana Inés de la Cruz:
Entre santos y rameras
La danza entre Dios y el mundo.
―¿Ah, Siñol Andlea?Es el suave esparcimiento de las luces, el cortés flirteo con las intransigentes mujeres, la delicia del perfume en la espalda con escote, la sobriedad de los fracs, al tacto casi de terciopelo, la lúdica tela de los cortinajes teñidos, la emoción de transitar por la alfombra roja, el colorido de las fichas, la tensión de encontrarnos con un peligroso gángster, el divino buqué del mejor vino de Atilio, el interminable juego de espejos de la sala, las asombrosas decepciones de los borrachos contertulios por un affaire fallido, los chismes que desatarán al día siguiente las bellísimas estrellas que visitan el lugar, los besos prometidos, la seducción interminable de la Luna brumosa que preside el balcón de mármol, el delicado murmullo del agua que brota de los surtidores del jardín, el estruendo glorioso de la fuente iluminada por neones desidiosos, el gesto de los flemáticos, el escarceo de los que se creen enamorados, los dolores de los sentimentales, la gala de las musas de una noche.
―¿Ah, Siñol Tomé?
―¿Tenemo guitarra?
―Guitarra tenemo.
―¿Sabemo tocaya?
―Tocaya sabemo.
--¿Qué me contá?
―Lo que ve.
―Pue vamo turu a Belé,
y a lan Dioso que sa yoranda
le cantemo la salabanda.
―Paléceme ben.
―Y a mí tambén.
―Toca, plimo, pol tu fe.
―¡Así, así, que lo pe se me anda!
―¡Así, así, que me buye lo pe!
Al son de la Fanfarria de Alfredo Ibarra, dirigida por el propio compositor, llegan los chicos de la Orquesta Sinfónica Juvenil Carlos Chávez. Tras los vítores a la agrupación, el director lanza un entonado grito. Es la señal que todos esperábamos para hacer una fila, tomar la cintura de la persona de enfrente y comenzar a bailar la conga: tres pasitos y patada, tres pasitos y patada, y así hasta el infinito. Cuando le salieron las patitas al fauno, Nietzsche pudo ver por fin bailar a Dioniso, como se lo había yo prometido.
Como por encanto, aparece mi padre. Espléndidamente vestido de blanco, con un clavel en el ojal. Muchos años después, trataré de imitarlo con un deslucido saco y una rosa roja al frente. Pero en más de un sentido, sólo soy una sombra de papá. La semana pasada, aquí, en el Smyrna, él ha ganado por unanimidad un concurso de mambo. Yo sólo soy un desparpajo de arritmias en el baile.
Nuevamente, con garbo, mi padre domina el salón. ¡Aplausos! Y de pronto, es el caos: a empujones, mi enérgica abuela se abre paso entre los atónitos danzantes, y alcanza desafiante el centro de la pista de baile. Toma la mano de papá, y lo conduce manso fuera. No me sonroja la escena, pues mi abuelita ha aprovechado para lanzarle un coscorrón y un jalón de orejas al mustio arzobispo Aguiar y Seixas, y arrebatándole el micrófono al rumbero, le grita al prelado:
“¡Por la conducta desvergonzada de hombres como usted mi nieto es un ateo redomado!”
CARCAJADAS Y TELÓN
Basado en las impresiones de la muy dionisiaca audición de la Conga del Fuego Nuevo de Arturo Márquez, ejecutada por mis amigos de la Orquesta Sinfónica Juvenil Carlos Chávez, bajo la batuta de Alfredo Ibarra durante el 2° Concierto de la Segunda Temporada 2010, del Sábado 25 de septiembre en el Auditorio Blas Galindo del Centro Nacional de las Artes, cito a las 13:30 hrs., en la Ciudad de México.