domingo, 18 de julio de 2010

Dios de los Estetas

Enrique Arias Valencia

Lámina sirva Universo a la imagen. Luego, ésta tendría 30 mil millones de años luz de diámetro. En este colosal lienzo Universo al menos hay un esteta que no ha tenido manera de encontrar el bien y el mal. A cambio, es capaz de percibir lo bello y lo feo. No obstante, el Dios de los estetas ha sido muy estricto con nosotros, y nos ha ordenado que no rechacemos lo feo por feo, sino que admitamos que aun lo feo tiene su buen lugar en la experiencia estética. Incluso, a veces lo horrible nos brinda una lección que lo bello jamás podrá dar. Por lo tanto, el Universo estético sólo estará completo si se reconocen lo bello y lo feo, por lo menos, y no se les mira como opuestos, sino como complementarios.

Pórtico, que si es siglo, pasa, pues el siglo es lo que se desvanece en la marea del devenir. En este sentido, el mundo sobrevenido es un amasijo de confusión, como nos lo hace saber la Madre Juana Inés de la Cruz en El Divino Narciso:

Tiempo que siglos son,
selva que es mundo.

El siglo es lo mutable, lo cambiante, lo veleidoso. Por eso es una selva, porque la selva representa lo incomprensible. Sin embargo, para comprender esta selva, podemos recurrir a la investigación científica. Digamos como ejemplo, que con la ayuda de un genio como Humboldt podemos abrirnos paso en la selva para saber qué hay en ella.

Cálices cautivos, la lección del sufrimiento. Lo dijo Jesús en aquella representación que alcanzó matices de redención: “Padre, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. Cálices cautivos de este cáliz altivo. El Dios de los creyentes es, en cierta forma, altivo: exige un sacrificio absoluto, y al profeta de la tierra prometida le había advertido que era un “Dios celoso”. La discreta paradoja consiste en que la casa del Dios celoso es la amorosa madre que, en tanto que fenómeno estético, nos recibe como un edificio perfecto:

Círculo desplegado en esfera.
Búcaro de las rosas castillas.
Céntricos diámetros de aljófar.
Cúpula de esplendor auspicioso.
Bóveda que despliega su curva:
Basílica del amor más hermoso.

Crátera, que si el dolor es siglo, el dolor pasa. Como pasó el amor de Lísida, como para la madre Juana se fue el amor de Laura. En la pluma inmejorable de la Musa Décima:

Muera mi lira infausta en que influiste
ecos, que lamentables te vocean
y hasta estos rasgos mal formados sean
lágrimas negras de mi pluma triste.

Cúspide, la pasión del pensamiento. ¿Qué no nos ayudan las emociones a decidir? Mientras la razón evalúa, el corazón ya ha decidido: el de algunas almas será para abandonar; a otros nos tocará odiar. Sin embargo, del arte es la promesa de redención. Algún día será verdad que lágrimas despidan al extinto duelo, y entonces será que, como dije hace poco:

Tíbares de la alegría más gustosa.
Campánulas que repican al vuelo.
Cósmicas si se escuchan graciosas;
mídanse y serán diminutas;
escúchense y entonarán magna gloria.

Sílfide alma, es el consuelo, de la música, de la religión, de la filosofía. En mi caso, “ateo místico”, significa, amén de mi ateísmo, que soy capaz de reconocer mi innegable herencia cristiana, que se mueve en mi mente como bello horizonte de poesía. No soy tibio, yo ya me decidí: Dios es para mí un personaje poético, poeta de un poema llamado mundo, que sólo se hace espantoso en el dolor de su ausencia. Hago mías las palabras de Jesús: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” Dios ha muerto, sí, pero yo lo extraño como a un amante muerto. Por tanto, mi alma es la viuda de Cristo. ¡Ah, si Dios hubiese tenido la fineza de tener esencia!

Gótica gala en la argamasa. Exultante estoy en la fotografía. Espadaña peraltada con tres arcos de campanario, y sobre ellos un cuarto arco: una breve hornacina. Es el templo de El Rosario, la capilla más bella de Tlayacapan, la cual dibujé completamente ebrio, tratando de olvidar la partida de Lísida. Una niñita se acerca a ver mis desgarbados trazos y me pregunta: ¿Por qué dibuja esa capilla? Un niñito interviene y le contesta a la escuincla: “Porque las capillas de Tlayacapan son muy bonitas, ¿qué no lo sabías?” Al terminar el feo boceto, he decidido ir a comer algo. Es así que desayuno un tlacoyo de Tlayacapan aplatanado en un platón de Talavera. Y todo esto revela influencia nahuatlata. Allá en la capilla, la cocoxóchitl está de gala en la argamasa. Es un fin de semana de 2009: rapsodia sobre la plenitud del atlas de Tlayacapan. He podido visitar todas sus capillas. En la capilla del Tránsito el paisaje es también un jagüey. En el utópico poblado, enormes rocas volcánicas conforman la cañada: un estanque sulfuroso. Algún día, cuando todas las lágrimas se descubran como ríos que desembocan en el mar de la alegría, jugaré de nuevo contigo en el jardín sagrado.

Tránsito de aquel que atiende al alto ruego. Estoy enamorado de los volcanes y de las montañas que conforman el centro de México. Mentiría si dijese que los conozco todos. ¡Son tantos y se alzan infinitos! San Martín está abierta. Estoy en el campanario. Puedo ver el Popocatépetl con fumarola y a San Juan Bautista con espadaña. La Luna, el Sol y el Cerro de la Ventanilla; la capilla de El Rosario, que acabo de retratar. Tlaxcalchica, la más pequeñita, voces lejanas de bebés. Santiago, visitado por ebrios en el atrio, no los condeno. Mi nombre es un graffiti en la Biblia. En lontananza de tiempo y espacio, desde el Bosque de Nativitas, en Xochimilco, se divisan Topilejo y Parres. Un volcán que supongo es el Tláloc. Entre tantos cerros, valles y cuencas no puedo evitar pensar en lo que dijo Arturo Graf: “La existencia es un viaje en el que no existen los caminos llanos: todo son subidas o bajadas”. Frase que también me recuerda mi persistente asombro para con el mundo: jamás me aburro, no puedo aburrirme: el horror y la dicha me lo impiden. A Milpa Alta llego para ver el final con mariachi del recorrido con el Santísimo Sacramento el 10 de julio de 2010. Es la fiesta de la Purísima e Inmaculada Concepción. La siguiente semana será montar Alondra, y galopará con fuerza hasta que lleguemos al establo. Alguna vez, en Tlayacapan, un caballo me impidió ascender hasta la cruz del cerro de la Ventanilla. Fue mi Cancerbero equino: tímpano que relinchó en el monte. Hoy celebro la montada de Chabelita, Moztaza y Alondra, por mencionar a los más queridos. A veces, quisiera que mi vida tuviese plenitud, como dijera Alfred Víctor de Vigny: “Una vida lograda es un sueño de adolescente realizado en la edad madura”. ¿No es éste el misterio de Santa Catarina? Y con la venia de la madre Juana, quiero orar así al Dios de los estetas:

No pescuden más,
porque más no sé,
de que es Catarina,
para siempre. Amén.

2 comentarios:

Atilio dijo...

Bello, íntimo y enciclopédico texto.

"...jamás me aburro, no puedo aburrirme: el horror y la dicha me lo impiden".

Hermosa frase con la que coincido plenamente y que siempre ha sido una parte importante de mi norte.
Tampoco me aburro porque hay mucho por aprender y aumenta constantemente.
Menos horror que dicha.

Enrique Arias Valencia dijo...

Buenos días, Atilio.

¡Qué bien que dicha expresión también te guíe!

Un abrazo