Enrique Arias Valencia
A toda capillita le llega su fiestecita, o para decir casi lo mismo en lenguaje secularista: no hay plazo que no se cumpla, ni mal que dure 100 años, ni cuerpo que lo resista. El problema con las traducciones al lenguaje secular de expresiones de justa y preciosa tradición religiosa, es que se pierde gran parte del rico contenido expresivo que las frases religiosas tienen en beneficio de un dudoso prestigio racional.
Anteposteriormente habíamos tenido ocasión de carcajearnos justamente con las divertidísimas puntadas de nuestro querido y nunca bien reconocido, el señor don doctor Richard Dawkins, quien siempre tiene una genial respuesta para asombrarnos a nosotros, los grandes espíritus.
El colmo del descaro dawkinsiano corrió a cargo de Fernando G. Toledo, quien en su blog “Razón atea” fue capaz de contestarme que Dawkins también usa expresiones como “¡Dios mío!” cuando el ilustre etólogo se halla en apuros.
Por mi parte, a mí no me cabe duda de que un secularista es alguien que se avergüenza de reconocer sus rasgos de santidad, porque dichos rasgos son la prueba de la falsedad de su sistema.
Que Dawkins no pueda evitar decir “¡Dios mío!” en un momento embarazoso, acusa su buena fe. Vamos, que yo en momentos cruciales soy capaz de soltar ya no digamos una blasfemia blanca, sino las más terribles y repugnantes palabrotas que ser vivo haya sido capaz de proferir sobre la faz de la Tierra.
Cuando discuto con un secularista contra nuestro querido Richard, el secularista en cuestión nunca ha sido capaz de reconocer que, en dicha discusión, yo asumo deliberadamente el papel del malo, para así colocar a Dawkins en la difícil situación de ser el bueno, y por lo tanto, el santo de la historia.
Y es así como en mi devorador planteamiento estético-irracionalista estoy a punto de dar cumplimiento a una preciosa ambición que tiempo atrás ya venía yo acariciando: incluir a las obras de Dawkins entre los fenómenos estéticos de la Santa Belleza.
En consecuencia, a regañadientes del propio Dawkins llevo a sus obras, El gen egoísta y El espejismo de Dios, para ser consagradas en el altar del más bello de todos los Dionisos, el del reconocimiento de cómo Dawkins se volvió bello y hermoso, y muy a su pesar, un santo de Dios.
Amén.
A toda capillita le llega su fiestecita, o para decir casi lo mismo en lenguaje secularista: no hay plazo que no se cumpla, ni mal que dure 100 años, ni cuerpo que lo resista. El problema con las traducciones al lenguaje secular de expresiones de justa y preciosa tradición religiosa, es que se pierde gran parte del rico contenido expresivo que las frases religiosas tienen en beneficio de un dudoso prestigio racional.
Anteposteriormente habíamos tenido ocasión de carcajearnos justamente con las divertidísimas puntadas de nuestro querido y nunca bien reconocido, el señor don doctor Richard Dawkins, quien siempre tiene una genial respuesta para asombrarnos a nosotros, los grandes espíritus.
El colmo del descaro dawkinsiano corrió a cargo de Fernando G. Toledo, quien en su blog “Razón atea” fue capaz de contestarme que Dawkins también usa expresiones como “¡Dios mío!” cuando el ilustre etólogo se halla en apuros.
Por mi parte, a mí no me cabe duda de que un secularista es alguien que se avergüenza de reconocer sus rasgos de santidad, porque dichos rasgos son la prueba de la falsedad de su sistema.
Que Dawkins no pueda evitar decir “¡Dios mío!” en un momento embarazoso, acusa su buena fe. Vamos, que yo en momentos cruciales soy capaz de soltar ya no digamos una blasfemia blanca, sino las más terribles y repugnantes palabrotas que ser vivo haya sido capaz de proferir sobre la faz de la Tierra.
Cuando discuto con un secularista contra nuestro querido Richard, el secularista en cuestión nunca ha sido capaz de reconocer que, en dicha discusión, yo asumo deliberadamente el papel del malo, para así colocar a Dawkins en la difícil situación de ser el bueno, y por lo tanto, el santo de la historia.
Y es así como en mi devorador planteamiento estético-irracionalista estoy a punto de dar cumplimiento a una preciosa ambición que tiempo atrás ya venía yo acariciando: incluir a las obras de Dawkins entre los fenómenos estéticos de la Santa Belleza.
En consecuencia, a regañadientes del propio Dawkins llevo a sus obras, El gen egoísta y El espejismo de Dios, para ser consagradas en el altar del más bello de todos los Dionisos, el del reconocimiento de cómo Dawkins se volvió bello y hermoso, y muy a su pesar, un santo de Dios.
Amén.
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