Enrique Arias Valencia
Mi ingenio es efímero, mi carne palpitante; y mi espíritu, un elemento del conjunto vacío. Quizá sea cierto aquello de que cada quien habla de la feria según le va en ella. Todo comienza… con la negación. Aquella vivienda no era un lugar feliz. Estrecha, diminuta y llena de libros, tenía pinta de todo, excepto de ser un lugar para que floreciese la felicidad.
Y sin embargo, aquella mañana, el Sol prometía que iba a brillar en todo su esplendor. No cabe duda que Dios hace brillar el Sol sobre justos e injustos. Por eso, a una invitación de los primeros rayos solares, en aquella humilde vivienda; flaco, desgarbado, poco atractivo, el aprendiz de filósofo se despertó, y como era su costumbre, saludó al nuevo día con las siguientes palabras de Nietzsche:
“Gran astro, si faltasen aquellos a quienes alumbras, ¿qué sería de tu felicidad si te faltasen aquellos a quienes alumbras?”
El aprendiz de filósofo salió a dar un paseo, y llegó por casualidad a una calle poco transitada. Por desgracia, de la nada salió un individuo que, buscando camorra, amenazó a aquel pacífico individuo. Con un rostro embrutecido por las drogas, el desconocido preguntó al aprendiz de filósofo: “¿Por qué te estás riendo de mí?” Ante tal pregunta, al aprendiz de filósofo sólo se le ocurrió correr, y aquel anónimo asaltante comenzó a perseguirlo sin más.
El aprendiz de filósofo cometió el error de buscar refugio en un restaurante, pues raudo y veloz su perseguidor le dio alcance, y ahí, en la cafetería el monstruo le propinó una zurra de antología a nuestro pensador.
Tras la brutal golpiza, aquel desafortunado individuo salió corriendo de la cafetería y buscó refugio en un templo que conocía. El instinto le dijo que tenía que llamar la atención, pues no sabía si el asaltante había osado seguirlo. Una vez en el templo, el hombre gritó con todas sus fuerzas para pedir ayuda.
Un grupo de amigos reconoció al aprendiz de filósofo caído en desventura, y no dudó en prestarle auxilio.
Ya en su casa, el aprendiz de filósofo pudo disfrutar de un sueño reparador. Ese aprendiz de aprendiz de filósofo era yo.
Quizá por eso, cuando me entero de que una multitud vulgar, justiciera por propia mano pretende linchar a un delincuente, no dejo de simpatizar con la multitud. ¡Ah, en mis sueños de venganza me entrego a mi solaz y fantaseo: si hubiese aparecido una muchedumbre para linchar a aquel infeliz que me atacó! Pero es bien cierto que Dios no cumple antojos ni endereza jorobados.
La práctica del linchamiento es muy vieja en México, y forma parte de la tradición conocida como el México bárbaro. En las poblaciones pequeñas es una práctica constante, y ha costado el cargo de al menos uno de los jefes de la policía de gobiernos recientes.
México bárbaro. Hagamos un poco de ucronía. De haber acompañado a Cortés en su colosal conquista, ¿qué hubiese pensado el ilustre etólogo Richard Dawkins de los dioses mexicas? Ellos, ávidos siempre de sangre, sombríos y atrapados en un tiempo perfectamente medido por un calendario venusino, ¿qué pensaría Dawkins de Coatlicue y Huitzilopochtli?
Bien mirados, tanto el cristianismo como el ateísmo son un invento europeo. Acá, en México, siempre adoramos a dioses mucho más elementales, mucho más sombríos, y mucho más verdaderos que las importaciones de la civilización de allende los mares. Por eso México nunca fue, y nunca ha sido y espero que nunca sea, una nación cien por ciento occidental. Bajo la capa de barniz neoliberal del gobierno, siempre late acechante una bestia más feroz que Dioniso, esperando que llegue su hora para despertar desde el fondo del corazón de cada mexicano sensato.
Hace unos días leí en el periódico que un grupo de entre los más valientes y selectos pobladores de San Jerónimo Ixtapantongo pretendía linchar a tres repugnantes plagiarios que habían secuestrado a un niño cuando éste se dirigía a la escuela. La enardecida multitud no consiguió su bárbaro objetivo. A los secuestradores no les deseo suerte en la cárcel, y espero que con la debacle de su honor paguen su osadía; y que Coatlicue vele por la justicia en es este mundo, abandonado de la mano de Dios, pero no de la barbarie sensata.
Mi ingenio es efímero, mi carne palpitante; y mi espíritu, un elemento del conjunto vacío. Quizá sea cierto aquello de que cada quien habla de la feria según le va en ella. Todo comienza… con la negación. Aquella vivienda no era un lugar feliz. Estrecha, diminuta y llena de libros, tenía pinta de todo, excepto de ser un lugar para que floreciese la felicidad.
Y sin embargo, aquella mañana, el Sol prometía que iba a brillar en todo su esplendor. No cabe duda que Dios hace brillar el Sol sobre justos e injustos. Por eso, a una invitación de los primeros rayos solares, en aquella humilde vivienda; flaco, desgarbado, poco atractivo, el aprendiz de filósofo se despertó, y como era su costumbre, saludó al nuevo día con las siguientes palabras de Nietzsche:
“Gran astro, si faltasen aquellos a quienes alumbras, ¿qué sería de tu felicidad si te faltasen aquellos a quienes alumbras?”
El aprendiz de filósofo salió a dar un paseo, y llegó por casualidad a una calle poco transitada. Por desgracia, de la nada salió un individuo que, buscando camorra, amenazó a aquel pacífico individuo. Con un rostro embrutecido por las drogas, el desconocido preguntó al aprendiz de filósofo: “¿Por qué te estás riendo de mí?” Ante tal pregunta, al aprendiz de filósofo sólo se le ocurrió correr, y aquel anónimo asaltante comenzó a perseguirlo sin más.
El aprendiz de filósofo cometió el error de buscar refugio en un restaurante, pues raudo y veloz su perseguidor le dio alcance, y ahí, en la cafetería el monstruo le propinó una zurra de antología a nuestro pensador.
Tras la brutal golpiza, aquel desafortunado individuo salió corriendo de la cafetería y buscó refugio en un templo que conocía. El instinto le dijo que tenía que llamar la atención, pues no sabía si el asaltante había osado seguirlo. Una vez en el templo, el hombre gritó con todas sus fuerzas para pedir ayuda.
Un grupo de amigos reconoció al aprendiz de filósofo caído en desventura, y no dudó en prestarle auxilio.
Ya en su casa, el aprendiz de filósofo pudo disfrutar de un sueño reparador. Ese aprendiz de aprendiz de filósofo era yo.
Quizá por eso, cuando me entero de que una multitud vulgar, justiciera por propia mano pretende linchar a un delincuente, no dejo de simpatizar con la multitud. ¡Ah, en mis sueños de venganza me entrego a mi solaz y fantaseo: si hubiese aparecido una muchedumbre para linchar a aquel infeliz que me atacó! Pero es bien cierto que Dios no cumple antojos ni endereza jorobados.
La práctica del linchamiento es muy vieja en México, y forma parte de la tradición conocida como el México bárbaro. En las poblaciones pequeñas es una práctica constante, y ha costado el cargo de al menos uno de los jefes de la policía de gobiernos recientes.
México bárbaro. Hagamos un poco de ucronía. De haber acompañado a Cortés en su colosal conquista, ¿qué hubiese pensado el ilustre etólogo Richard Dawkins de los dioses mexicas? Ellos, ávidos siempre de sangre, sombríos y atrapados en un tiempo perfectamente medido por un calendario venusino, ¿qué pensaría Dawkins de Coatlicue y Huitzilopochtli?
Bien mirados, tanto el cristianismo como el ateísmo son un invento europeo. Acá, en México, siempre adoramos a dioses mucho más elementales, mucho más sombríos, y mucho más verdaderos que las importaciones de la civilización de allende los mares. Por eso México nunca fue, y nunca ha sido y espero que nunca sea, una nación cien por ciento occidental. Bajo la capa de barniz neoliberal del gobierno, siempre late acechante una bestia más feroz que Dioniso, esperando que llegue su hora para despertar desde el fondo del corazón de cada mexicano sensato.
Hace unos días leí en el periódico que un grupo de entre los más valientes y selectos pobladores de San Jerónimo Ixtapantongo pretendía linchar a tres repugnantes plagiarios que habían secuestrado a un niño cuando éste se dirigía a la escuela. La enardecida multitud no consiguió su bárbaro objetivo. A los secuestradores no les deseo suerte en la cárcel, y espero que con la debacle de su honor paguen su osadía; y que Coatlicue vele por la justicia en es este mundo, abandonado de la mano de Dios, pero no de la barbarie sensata.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario