martes, 31 de marzo de 2009

Nueva magia de Tlayacapan

Enrique Arias Valencia


Para mí el arte es una analogía de la Creación de Dios, un acto de la encarnación en pequeño en que contemplamos, aunque el artista lo ignore, algo de la belleza del verbo.
Javier Sicilia


Hoy que mi voz se diluye en vuestra memoria, puedo ya expresar sin sonrojarme que yo soy a la religión y el ateísmo lo que la inquieta ambivalencia es a la positiva sensualidad. Y no hagáis mucho caso a aquel que dijo que al tibio el mismo Dios en persona lo vomitaría, pues puedo aseguraros que en ambos casos me comporto de una manera muy ardiente.

Por eso, no tengo recato en ser un ateo que de vez en cuando sale a buscar a Dios en un poblado lejano, con todo y vano empeño capaz de encontrarlo en una coqueta capillita, y a la sazón increparle su tan invisible amor y en seguida partir hacia un nuevo encuentro de pasión, ya que antes que ateo o siquiera agnóstico soy un irracionalista, pues yo soy una cosa, y la razón es otra. Hoy les prometo que los nombres de los templos que les doy en esta reseña están muy bien cuidados, y sólo se desliza una confusión con la atribución correcta a la misteriosa capilla de los Reyes, que he revisado ya, a otros viajeros también complica.

Hoy sé que la capilla ardiente de la divinidad que durante mi visita anterior la bebé gloriosa me señaló en lontananza aquella tarde gris de gris matiz es la de la Natividad. Con ollas a manera de macetas en el atrio, arco atrial con piedras de río, corona de macetas, cruz de Jesús y cerrada con breve candado. Presidida ésta por una capilla que sólo es espadaña, “De la Concepción”.

Me presento ante esa gigantomaquia atrial de arcos y columnas dóricas, que con su Cancerbera reja impide el paso a Santiago, coloso de dos torres. Hoy no he visto al pavo real, seguramente lo han puesto a la leña y lo han cenado. Gracias a las indicaciones de los lugareños, arribo a una capilla diminuta en su pequeñez que parece ser la de Los Reyes, con un árbol seco que la preside en color hueso; candado insalvable, inexplicable olor a canela. Unos niños me dan las señas para llegar a la así llamada capilla La Cruz, amarilla y fea, pues fue construida durante el horrible siglo XX.

Pero no todo está perdido, pues hoy sí pude entrar al templo de San Juan Bautista. El triángulo domina el conjunto de la fachada, ya que el colosal edificio indocristiano tiene contrafuertes triangulares, con arcos de medio punto al centro, como es la costumbre del lugar. En el culmen los cinco arcos de la espadaña lucen el blanco de la portada, discretamente ochavada. Frontones triangulares: uno sobre la espadaña, otro sobre el arco de la ventana del coro. Puerta principal con arco de medio punto. El interior del templo es románico, y su feo altar neoclásico sólo nos hace suspirar por el pasado del Siglo XVI, sin ese armatoste de columnas corintias. Al lado el convento, que hoy es museo. El jardín del atrio está lleno de árboles, y como ya es primavera, todo es verde. Muy cerca de aquí hay una ceiba o pochote, árbol robusto que germinó en esta tierra en tiempos remotísimos, incluso antes de que Cortés hollara el suelo de México.

Intento asistir al encuentro con mi vieja conocida capilla de San Nicolás, y está ¡cerrada! Al menos su pardo perfil románico me consuela al no poder entrar en esta capilla, a pie de carretera.

Santa Ana, en las faldas del cerro de los gatos o Amixtepec, con su barda atrial de arcos invertidos, que en opinión del arquitecto Agustín Moro son de muy mal gusto. De cualquier modo, la portada triangular de la capilla, hoy rosa mexicano, espadaña feliz, es una invitación a entrar. La capilla es sombría, pero el aire que se respira es agradable, animado por un ramo de flores frescas. Y hete aquí que en las blancas paredes del fondo de esta capilla aparece una cenefa baja de chalchihuites rojos al fresco. Cada chalchihuite consiste en el trazo de un par de círculos concéntricos de rasgo grueso y seguro. El chalchihuite es el símbolo ancestral mesoamericano de la sangre. Si aparece en un templo católico, quizá señale la creciente redentora. El fresco no está muy bien conservado; tal vez los círculos hayan sido delineados en el siglo XVI. Soy un completo cursi casi culto, y la oportuna aparición de la cenefa de chalchihuites me conmueve hasta las lágrimas. Bien dice Javier Sicilia que "La Iglesia sabía, por los misterios de la encarnación, que desde que Cristo ascendió a los Cielos sólo el arte es capaz de hacer visible su presencia". Y la pálida luz de las veladoras ilumina la escena.

Fue en Santa Cruz de Altica donde la vez pasada me encontré con mi efímera acompañante. Únicamente dos capillas de Tlayacapan tienen planta de cruz latina, y ésta es una de ellas.

Santa Cruz Tlazclachica es la ermita más pequeñita. Está en una esquina. Su nombre en náhuatl quiere decir pan de maíz, que en el México actual se llama tortilla.

A la alegre capilla de la Exaltación le tocó estar al lado del vetusto panteón. Entré dos veces, una por la tarde y otra por la noche, que por fortuna todavía estaba abierta. La espadaña azul de esta capilla tiene un detalle que me hace enloquecer de esteticismo. Así es, un par de chalchihuites de piedra negra la engalanan.

San Lorenzo es blanca y pequeñita. Está al pie del Cerro de la Ventanilla. La capilla de Nuestra Señora del Tránsito también está muy cerca de la Ventanilla, es como de cuento de hadas. Su figura amarilla brillante, torre barroca, contrafuertes enormes, almenaje en la portada junto a la laguna, está en una suave pendiente, camino ya de la subida del cerro. Una de las ramas de un enorme árbol baja a beber al estanque circular. Las veloces nubes de semillitas se dispersan con la ayuda de Ehécatl, el dios del viento.

En el pueblo dicen que es cosa de grande maravilla y gozoso desconcierto visitar las pirámides mesoamericanas que están en el Cerro del Tlatoani, que era el nombre que los indígenas daban a sus principales. Y allá voy, sube que sube. Cuatro halcones chillaron sobre mi cabeza, un pequeño cenote con su misterioso lago era rodeado por un montón de piedras, hasta me enteré de que el paraje pertenece al sistema Chichinautzin; pero no pude llegar donde la pirámide. Dicen que al conquistar la cima del Tlatoani hay que cruzar una cueva y allende la cuevita, aparece el monumento. No pude ganar la cima, la ascensión era interminable, y la noche estaba por caer, así que volví sobre mis pasos, con el bosque del orden de los coniferales a la vista. No obstante, el apremiante e incorpóreo púrpura del Popocatépetl bien valió el recorrido.

El Rosario es la capilla de la portada más bella, por las proporciones de su espadaña y su arco bajito. San Martín Caballero es casi como un cofrecito de Olinalá, Guerrero, con sus fabulosos ciervos acosados por lobos y su águila bicéfala, que recuerda el escudo de los Austrias. Toda la portada es filigrana, con delicado arquito en diminuta corona de la espadaña. En el interior, en la pared bajo el coro, destacan los bajorrelieves de unos personajes de manufactura indígena.

Y llego por vez primera a San Diego, pequeñísima, rodeada de árboles de la clase de las coníferas. San Jerónimo: atrio libre. La Magdalena, muy cuadrada, a unas cuantos pasos, diminuta y permanentemente cerrada, pues la cerca de alambre que la rodea no tiene ni un acceso.

San Miguel, la de los dos contrafuertes triangulares, con arcos laterales y una buganvilia. Hace un mes, ahí retocé con mi amiga, para hacer verdad las palabras de Javier Sicilia, el certero poeta: "El amor es la herida que Dios abrió en el flanco de la especie para romper su soledad original". Trágicamente, en el atrio de esta capilla me sorprende la noche, pues parece que me faltará una capilla por visitar, quizá la de Los reyes, como apunté arriba, o la de la Concepción, según otras pesquisas.

En su testamento, Dios antes de morir me dio en herencia amigos. En el puesto donde ceno, Dulce María, una niña, me invita a ver una película. Sobra decir que no puedo verla completa. Con breve escala en Oaxtepec, tomo el bus para la Ciudad de México, y regreso al Desierto Cultural.




¡Más sobre la magia de Tlayacapan!

1 comentario:

maxcourrech dijo...

Excelente articulo cacho, lo unico que te faltó es que alguien que no sepa de Tlayacapan a lo mejor no le entiende muy bien pero por lo demás esta muy bueno. Tal vez sería oportuno agregar algunas otros detalles sobre como llegaste allí, los detalles cuando ibas de un lugar a otro, etc. Acuerdate que en muchas cosas lo mejor es el camino y no el destino final.