Enrique Arias Valencia
Parto presto del trabajo para entrar el metro. En la entrada, una joven mujer ofrece en el suelo su humilde mercancía. A su lado, un pequeño niño se recarga en la pared. Una niña, hija también de vendedores ambulantes, se acerca a entregarle al desabrido infante una hoja volante.
En brazos de la marchanta reposa una bebé. Aunque está de espaldas, advierto que dicha niñita chupa una paleta roja; quizá un año tiene, a lo mucho dos. Caperuza amarilla, mameluquito del mismo color. Me acerco a preguntar por la mercancía de la señora. Son obleas, un dulce en forma de media luna, corazón de azúcar y semillitas en los bordes. El paquete cuesta diez pesos. A decir verdad, a mí no me gustan las obleas.
Le pido una bolsita con cuatro o cinco golosinas. Pago con un billete de cincuenta pesos. Para darme mi cambio, la señora hace reposar a la bebé en su regazo. Y es en esa circunstancia que percibo por primera vez el rostro de la beba. Aun con mi amargura, sonrío, y muevo la mano en son de saludo. La bebé me mira también, y en su carita se dibuja una sonrisa, carcajadita gutural: “¡Jajaja!” Es a esa mirada, a esos ojitos negros, a esa diminuta bebé que por un instante me sonríe, a lo que yo llamo el regalo de un dios chipocludo. Dura un santiamén. Y aunque no creo en Dios, por un momento que rivaliza en belleza con la altiva eternidad, mi espíritu se refresca, y me parece que hay algo bueno en el mundo.
No abordo el metro, me decido por el transporte motorizado, y en un desvencijado microbús, devoro el pretexto de mi efímera alegría.
Parto presto del trabajo para entrar el metro. En la entrada, una joven mujer ofrece en el suelo su humilde mercancía. A su lado, un pequeño niño se recarga en la pared. Una niña, hija también de vendedores ambulantes, se acerca a entregarle al desabrido infante una hoja volante.
En brazos de la marchanta reposa una bebé. Aunque está de espaldas, advierto que dicha niñita chupa una paleta roja; quizá un año tiene, a lo mucho dos. Caperuza amarilla, mameluquito del mismo color. Me acerco a preguntar por la mercancía de la señora. Son obleas, un dulce en forma de media luna, corazón de azúcar y semillitas en los bordes. El paquete cuesta diez pesos. A decir verdad, a mí no me gustan las obleas.
Le pido una bolsita con cuatro o cinco golosinas. Pago con un billete de cincuenta pesos. Para darme mi cambio, la señora hace reposar a la bebé en su regazo. Y es en esa circunstancia que percibo por primera vez el rostro de la beba. Aun con mi amargura, sonrío, y muevo la mano en son de saludo. La bebé me mira también, y en su carita se dibuja una sonrisa, carcajadita gutural: “¡Jajaja!” Es a esa mirada, a esos ojitos negros, a esa diminuta bebé que por un instante me sonríe, a lo que yo llamo el regalo de un dios chipocludo. Dura un santiamén. Y aunque no creo en Dios, por un momento que rivaliza en belleza con la altiva eternidad, mi espíritu se refresca, y me parece que hay algo bueno en el mundo.
No abordo el metro, me decido por el transporte motorizado, y en un desvencijado microbús, devoro el pretexto de mi efímera alegría.
4 comentarios:
Sí, yo creo que son regalos divinos y cotidianos. En la calle puede haber mucha vida que desborda a pesar de la amargura propia. Esa sonrisa es un rayo de luz para la tormenta y la frialdad que a veces nos paralizan, aunque en realidad la niña te respondió, tú comenzaste saludando.
Abrazos
Hola, Chelo. ¿Cómo estás, maestra? Tu mensaje me ha alegrado el corazón. Gracias mil por la visita.
Mi queridisimo amigo:
Llamalo Dios, llamalo vida, hay algo sí que permanentemente nos empuja a creer que la verdad está más allá de lo visible y cotidiano.
Quizá los ojos de un ángel sean la voz de tu propia conciencia,en mi caso son las puestas de sol, pero sea lo que sea .....lo que es, de repente aparece y te funde con todo más allá de todo a lo que estamos acostumbrados.
Sé que me entendés.
te mando un fuerte abrazo de quien siempre te extraña y te quiere.
Ktarsis
Ktarsis: qué bellas tus palabras, qué hermosa tu meditación frente a una puesta de Sol. Recuerdo que una vez me dijiste que tuviste un momento de iluminación frente al mar, creo que también con puesta de Sol. ¿Lo recuerdas?
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