viernes, 26 de enero de 2007

Wagner esoterista

Enrique Arias Valencia

“Todas mis obras proceden de la Novena Sinfonía de Beethoven”.
Wagner

Si el gigantesco drama musical El anillo de los Nibelungos es una advertencia, dicha amonestación consiste en descubrir que toda tragedia relata una trasgresión, y la vida es una tragedia, un sueño hecho realidad. Sin embargo, la realidad es aparente; no hay nada más cercano al mito que la realidad.

Wagner fue el mago musical de una cultura en dolorosa transición, y nos ofreció su experiencia. Dividida en cuatro óperas, como las cuatro fases del mundo en la cosmología hindú, la tragedia comienza con El oro del Rhin, un drama en música que recrea el principio del mundo, con una naturaleza inocente protagonizada por el áureo metal, haciendo eco de la “Edad de Oro” durante la cual el universo se inaugura, enmedio de los cantos de las ninfas del río más sagrado de Alemania. El mineral amarillo reposa cándido en el fondo de las aguas cristalinas, y cuatro hermosas sirenas celebran su brillo y esplendor gloriosos.

Para darle vida al Cosmos, Dios hizo estallar un fortissimo de poderío que formó las sustancias y encendió las estrellas. Una de ellas fue la madre de varios planetas, y en uno de ellos podemos descubrir, amparado por la oscuridad de una cueva, al más grotesco de los enanos.

Esta retorcida criatura va en busca del placer. Alguien le dijo cantando que las ninfas del río son los seres más hermosos; y así, el enano va a buscarlas. Pero las jóvenes se niegan a retozar con el feo personaje; el enano ofendido, decide vengarse robando el oro que yacía en el fondo del Rhin. Una vez en su poder, el metal le confiere al enano el dominio de lo sobrenatural; pero ha atentado contra la naturaleza, y el fondo del Rhin se sume en tinieblas al ser despojado de una de sus riquezas. Sin embargo, un arcoiris desplegado por los dioses, constituye una promesa de redención musical.

Una de las escenas más exaltadas y violentas del romanticismo es el momento cuando, enmedio de relámpagos se escucha el canto de ocho jóvenes diosas llamadas Walkirias, quienes montan los más briosos corceles en los que transportan las almas de valientes guerreros muertos en combate. Las trompetas y su familia de bronces retratan la cabalgata de las Walkirias hacia su montaña sagrada.

Durante la Edad de Plata, será Brunhilda quien intente restablecer el orden del Universo. Por eso, contra la ley de su padre, ella lleva en su corcel, en vez de un soldado muerto, una mujer desmayada.

En el seno de esta joven exánime ha sido concebido el Salvador prometido. Por su nobleza, La Walkiria es el andante de esta enorme sinfonía.

Sin embargo, el Dios Wotan, el padre de la divina Brunhilda, no sabe entender a su hija y castiga a la Walkiria sumiéndola en un profundo sueño enmedio de la alucinante melodía del “Encantamiento de fuego”.

El paso de las edades nos permite descubrir la escena que sigue, pues el “Idilio de Sigfrido” es la más encantadora y juguetona miniatura musical de Wagner. Por medio de un diálogo entre los violines, la flauta, la trompa y sus amigos, nos enteramos de que Sigfrido puede interpretar los murmullos de la naturaleza; el joven también puede conversar con las aves y un pajarillo le revela los secretos de la floresta. Guiado por su astucia, y con un beso, por supuesto, Sigfrido consigue despertar a Brunhilda de su letargo.

Sigfrido representa a la naturaleza más pura e inocente, el posible regreso de la felicidad y la armonía. El héroe y Brunhilda se enamoran, y una orquesta sinfónica celebra el acontecimiento con una fanfarria de los bosques. Ambos entonan una canción de amor sincero. Tiempo atrás, Sigfrido forjó una espada mágica para combatir el mal. Él era en realidad el hijo de aquella mujer desmayada salvada por Brunhilda. Sigfrido es el campeón prometido.

Es en este momento crucial cuando resuena la llamada deslumbrante de la inexorable ley de Murphy: “Si algo puede fallar, fallará” pues la Edad de Hierro ha llegado al universo, y El ocaso de los dioses es el drama que retrata al sueño postrero. El ritmo se ha desquiciado: Sigfrido es seducido por una astuta hechicera y su pecado es castigado con la muerte del héroe. “La marcha fúnebre de Sigfrido” retrata la expresión de horror que la civilización occidental manifestó al contemplar el profundo abismo hacia donde se había estado dirigiendo desde su primera marcha imperial. Entonces se desata un coro gigantesco para despedir al mundo.

Al final, el fuego danza libremente, recitando incontenible la música que sirve para purificar un mundo que reclama volver a la inocencia perdida. La enorme sesión de musicoterapia que en realidad es El anillo de los Nibelungos nos enseña que, poco después de la catástrofe, el juego tranquilo de las hijas del Rhin enmedio de las olas del río, durante la escena que cierra el ciclo, nos canta serenamente al oído: “Sólo es real la alegría, sólo tenemos la alegría que hemos dado a los demás”. Que así sea.

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