lunes, 1 de enero de 2007

1789

Enrique Arias Valencia

Era de noche, y el broncíneo fragor de la metralla sólo era superado por los gritos de la chusma enfurecida que con un enorme ariete, logró por fin destrozar la puerta de gruesa madera labrada de aquella catedral gótica. La Luna ofrecía un mortecino rayo de luz a través de aquellos altos vitrales que hasta ese momento habían sobrevivido airosos al paso de los siglos. Desolada la oscura nave, al fondo apenas y se vislumbraba el objetivo de los atacantes. De inmediato, al amparo de las antorchas, los revolucionarios se dirigieron hacia el altar mayor, lanzaron una soga a la imagen del Crucificado que presidía el centro del ábside, y comenzaron a tirar con fuerza. Tras algunos violentos crujidos, el otrora imponente Cristo cedió y con un estruendo se desplomó, como aquel Viernes Santo de la tradición, para de inmediato despedazarse en el suelo.
En medio de la nube de polvo que brotó de la escultura caída, un ciudadano lanzó un exaltado discurso a tan singular congregación: “Creemos en la razón, y no en el Crucificado, levantemos pues, aquí un altar a la razón y que sea ella quien de ahora en adelante ilumine nuestro camino”. Con un gesto de triunfo, y tras dirigir una mirada de desprecio hacia los despojos de la imagen, el ciudadano colocó con esmero amoroso un libro de Voltaire sobre el marmóreo altar. Decenios atrás, aquel Voltaire, para referirse a la Iglesia Católica, no había dejado de afirmar: “Aplastad a la infame”. Con el ánimo embriagado, la muchedumbre lanzó un enjambre de pedradas a los añejos vitrales. Como una lluvia de estrellas, los delicados cristales en su veloz caída reflejaron en un instante de ocaso y de fulgor con sus variopintos colores la intensa luz despedida por una montaña de libros sagrados que ardían en la nave del templo. A la mañana siguiente, recias hordas de voluntarios descargaron pico y mazo para demoler la catedral. Algunos días más tarde, el humeante templo en ruinas era ya un mudo mártir que había muerto a manos de aquellos osados que no dudaban en autoproclamarse partidarios de las ideas de la libertad, la igualdad y la fraternidad.

En cierta forma, muchas de mis ideas son parte del legado intelectual de aquellos revolucionarios y filósofos que lucharon por hacer de la razón la sola guía de la vida humana. Y sin embargo, mis padres trataron de formarme en las filas de la Iglesia Católica. Soy pues, descendiente de Cristo por parte de padre y de madre, pero soy filósofo por herencia intelectual. A veces me pregunto a favor de quién hubiera estado yo de haber vivido en la Francia revolucionaria o prerrevolucionaria. ¿Del guasón Voltaire o de la seria Iglesia? ¿No se les pasó la mano a quienes, en aras del progreso de la humanidad, derribaron obras de arte con un afán que sólo puede ser igualado por el de las termitas, quienes no dudarían en roer la misma cruz de Cristo de tenerla a su alcance?
El alma solitaria que contemplase aquel Cristo despedazado, bien podría preguntarse: ¿lograría la razón por sí sola ocupar el trono vacante que había dejado el Dios caído? ¿Era en efecto la razón la que se alzaba victoriosa en el altar mayor de la catedral en ruinas? ¿Qué sucedería en un mundo que fuera dirigido sólo por la razón? ¿Acaso expulsar a los dioses de su altar, transmuta al vacío que dejan, en la verdad? Además, ¿qué sería del pensamiento y de la ciencia si sólo la Iglesia dictara las normas de la educación? Tuve la fortuna de siempre ser educado en una escuela de las así llamadas laicas, si bien los domingos mis padres me hacían asistir a un culto que nunca he entendido bien, porque el objeto de la adoración jamás ha aparecido como protagonista de mi espíritu. Por eso me pregunto, si Dios existe, ¿por qué no se muestra a la luz de la razón? ¿Puede ser Dios objeto de experiencia? ¿Qué es la ciencia? ¿Descendemos del mono? ¿Qué es la geometría? Por supuesto que estas cuestiones no se resolverán derribando templos, pero tampoco podrían abordarse si la Iglesia fuera la dueña absoluta de la cultura. Creo que lo mejor es la tolerancia. En resumen: no estoy a favor del asesinato de sacerdotes, ni del cierre de templos, pero tampoco me gustaría ver a la Iglesia como dueña de única de la escuela. Y si hay quien quiera tener a sus hijos en un colegio religioso, que sea bajo su propia cuenta y riesgo: que los sacerdotes digan misa y que nosotros los pensadores intentemos pensar. ¿Pensar sobre qué? La danza entre Dios y el mundo, por ejemplo. Lo que sigue es un poco de reflexión en torno a los compases de esta misteriosa danza.

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